«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Amando de Miguel es catedrático emérito de Sociología en la Universidad Complutense (Madrid). Siguió estudios de postgrado en la Universidad de Columbia (New York). Ha sido profesor visitante en las Universidades de Texas (San Antonio) y de Florida (Gainesville). Ha sido investigador visitante en la Universidad de Yale (New Haven) y en El Colegio de México (DF). Ha publicado más de un centenar de libros y miles de artículos. El último libro publicado: Una Vox. Cartas botsuanas (Madrid: Homo Legens, 2020). Su último trabajo inédito: “La pasión autoritaria de los españoles contemporáneos”.
Amando de Miguel es catedrático emérito de Sociología en la Universidad Complutense (Madrid). Siguió estudios de postgrado en la Universidad de Columbia (New York). Ha sido profesor visitante en las Universidades de Texas (San Antonio) y de Florida (Gainesville). Ha sido investigador visitante en la Universidad de Yale (New Haven) y en El Colegio de México (DF). Ha publicado más de un centenar de libros y miles de artículos. El último libro publicado: Una Vox. Cartas botsuanas (Madrid: Homo Legens, 2020). Su último trabajo inédito: “La pasión autoritaria de los españoles contemporáneos”.

La dualidad desorden e injusticia

24 de noviembre de 2021

Mi amigo Gonzalo González Carrascal y yo hemos mantenido una larga entreparla, por videoconferencia, sobre el famoso apotegma de Goethe: “prefiero la injusticia al desorden”. En su versión auténtica, la dicotomía se modulaba de esta forma: “prefiero cometer una injusticia, antes de soportar el desorden”. Es decir, se contrapone un acto individual (ser injusto) a un resultado colectivo (padecer el desorden).

Resulta un tanto forzado tener que decidirnos por alguno de los dos valores como prioritario. En la realidad, pueden darse todo tipo de mezclas: situaciones, más o menos, injustas y estados de la sociedad, más o menos, desordenados. Lo presento por el polo negativo, que ese el más fácil de ver.

Conviene retener la definición clásica de justicia como “dar a cada uno lo suyo”. De igual modo, el concepto de desorden público equivale a que campee la violencia privada (la delincuencia) o la legítima del Estado, ambas de una forma desmedida.

Un orden perfecto sería el de un Estado totalitario en el que no se tolerara ninguna disidencia y se forzara a la población a ser obediente. Pero, esa situación, teóricamente idílica, dejaría de serlo al implicar tremendas injusticias.

La combinación de una extrema injusticia con un alto grado de desorden público da lugar al caos, un resultado revolucionario en su peor sentido. Para los antiguos griegos, el “caos” era el estado primigenio del universo, antes de ordenarse de manera armónica.

Durante el franquismo y la democracia subsiguiente, el grado de violencia privada ha sido mínimo, a pesar de que el público pueda no tener esa impresión

El desorden se desata cuando muchas personas recurren a la violencia. La causa de tal efecto reside en la naturaleza humana, propensa a la envidia (desear ser como el otro cercano y padecer por ello). El fratricidio de Caín es el paradigma.

La dicotomía de Goethe sería aún más intrigante si la formuláramos de esta manera: “prefiero sufrir la injusticia, antes de tener que soportar el desorden”. El problema está en que la justicia (o su negación) es una noción muy subjetiva, incluso, arbitraria. Para eliminar un poco tal ambigüedad, el Estado decide poner en manos de los jueces profesionales la determinación de quién tiene la razón en los litigios. Sin embargo, los magistrados pueden equivocarse y, lo que es peor, se enfrentan a la tentación de ser prevaricadores. Sea como sea, no queda claro cómo se define, prácticamente, la justicia. No es fácil suponer que el justiciable opine como el juez que lo condena.

Tampoco queda manifiesto cómo se distingue la violencia legítima (para entendernos, la de la policía) de la ilegítima (que puede ser delincuencia, para unos, y, para otros, protesta). En la actual sociedad española se vive un desiderátum oficial bastante utópico, al imaginar que la policía no debe hacer uso de la violencia disuasoria, por ejemplo, frente a la protesta callejera. Es un criterio un tanto angelical, como era el de los policías del Reino Unido de antaño, que no debían portar armas. El orden público con ausencia total de violencia, confiado en el civismo extremo de la ciudadanía, es una situación ideal, que no es de este mundo.

Queda una cuestión histórica sin resolver: cómo es que la sociedad española, hasta la guerra civil de 1936, fue extremadamente violenta. Precisamente, la guerra civil fue el ápice de tal tendencia secular. Durante el franquismo y la democracia subsiguiente, el grado de violencia privada (ocasionar daño físico al prójimo) ha sido mínimo, a pesar de que el público pueda no tener esa impresión. Bien es verdad que, junto a la escasa violencia, se produce un alto incumplimiento de otras muchas normas. Insisto: no encuentro explicación de todos esos contrastes.

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