La UIC de Barcelona tuvo la osadía de invitarme a una mesa redonda para hablar de la familia. Se encuadraba en su 1º Workshop Internacional sobre Acompañamiento Familiar, que coincidía con el Día Internacional de la Familia, que se celebró ayer. Moderaba la mesa Teresa Gutiérrez de Cabiedes y la redondeaba Pedro Herrero. Preguntaban si la familia es contracultural. Yo, para hacer honor a mi condición de poeta, hice un jueguecito de palabras. La familia es construcultural. ¿Quería decir con eso que el título de la mesa estaba mal puesto? En absoluto. Para construir cultura, en la familia y en cualquier otro ámbito, tienes que oponerte a la corriente de tu tiempo, como se encara con la ley de gravedad cualquiera que levanta un edificio. Y viceversa: no hay manera de hacer contracultura que no sea con una cultura distinta y, preferiblemente, mejor. Pero, como lo contracultural ya lo cubría Herrero y yo creo en el trabajo en equipo, me concentré en la construcción.
Defender a la familia requiere leyes —sin duda— y activismo mediático y educación con un mensaje positivo y cursos de orientación familiar (…). Pero, sobre todo, cada familia necesita construir su propia cultura
La manera básica de oponerse a la deconstrucción de la familia no es poner recursos ante el TC ni protestar en los medios ni tampoco hacer activismo. Que son cosas muy buenas y muy necesarias, y que cada cual puede y debe hacer según su gusto, vocación y talento. Defender a la familia requiere leyes —sin duda— y activismo mediático y educación con un mensaje positivo y cursos de orientación familiar y todo lo que sume, que hay mucho que sumar, y nada positivo resta. Pero, sobre todo, cada familia necesita construir su propia cultura, esto es, ser ella misma construcultural, si me siguen perdonando la insistencia en el palabro.
El conde Tolstói se equivocaba, a pesar de sus 13 hijos, cuando afirmó que «todas las familias felices se parecen, pero que cada familia infeliz lo es a su manera». Quizá lo dijo porque su familia no fue felicísima. En realidad, cada familia lo tiene que ser a su manera, sin remedio, y más aún las felices. Esto lo han de tener especialmente claro las familias llamadas «tradicionales», porque su conciencia de seguir un modelo y una naturaleza les puede distraer de lo intransferible y único de su propia relación, cuya responsabilidad está en sus manos. Y acabar creyendo que la creatividad la tienen vedada; y que sólo los malotes se divierten. Qué error.
Sin una construcción personalizada, las familias quedan a la intemperie. El poeta Auden lo avisó con gracia (desgraciada): «Oh, querida, querida,/ así es la vida./ Triunfa en los libros el amor,/ pero aquí no». Fue leerlo, y proponerle a mi mujer de inmediato: «Pero tú ven, vente conmigo/ hasta las páginas de un libro,/ aunque sea mío». Versos aparte, sin el resguardo de lo cultural, no triunfa el amor, sino que va o a la ruina o a la rutina.
El activismo es extraordinario para los activistas, pero la familia es para todos y la defiende quien la tiene
Para que una pareja funcione bien, por tanto, no basta con que se comuniquen, como se recomienda tanto, automáticamente. Junto a la comunicación, se requiere el conocimiento más profundo. Para tener qué decirse hay que entender qué nos pasa. Kierkegaard, Espronceda, René Girard u Homero pueden ayudar a una pareja del siglo XXI a comprenderse de veras. Llevaba ejemplos de cada uno de esos autores y de directores de cine como Hayao Miyazaki, John Ford o Lee Isaac Chung. Por dejar apuntado uno de esos ejemplos, diré que entender el complejo funcionamiento del deseo, que René Girard expone con geométrica transparencia, ayuda a mantener la pasión mucho más y mejor que el consejo voluntarista de que «hay que quererse como novios».
El activismo es extraordinario para los activistas, pero la familia es para todos y la defiende quien la tiene. «Algo hay/ de revolucionario/ en la felicidad del silencioso», escribió Juan Antonio González Iglesias. También los que ocupan trabajos privados y técnicos, si levantan su amor y sus familias, están siendo eficazmente contraculturales, aunque ni lo sepan. Chesterton ya lo advirtió proféticamente: «Un padre y una madre unidos en matrimonio, tomados de la mano y paseando con sus hijos en brazos, será el gesto más revolucionario e intrépido en este decadente siglo». Sir Roger Scruton lo incluiría en sus soluciones de abajo arriba, que él prefería con mucho: «I am hostile to the idea that collective solutions have to be made by committees and then imposed top-down. I very much prefer bottom-up solutions».
Para una defensa social de la institución, no hay mejor punto de partida que cada familia particular. Partir de la familia imaginaria, incluso para defenderla, es una estrategia equivocada. Lo explica una deslumbrante Simone Weil: «El mal imaginario es romántico, variado; el mal real, triste, monótono, desértico, tedioso. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagante». Cualquier familia tiene a mano el bien real de su día a día, que, con sus dificultades, es siempre nuevo, maravilloso y embriagante, si sabe verlo. Para lo cual, la cultura funciona como unas gafas para hipermétropes.
«Todo lo que permanece lo fundan los poetas», recordó Pedro Herrero citando a Hölderlin y resumiendo mi argumento mejor que yo. Cada madre y cada padre tienen que ser los poetas de su casa. [Que La Gaceta vaya a abrir próximamente una sección de Cultura muy ambiciosa no será una distracción de la actualidad política, sino lo contrario. Una manera de acendrar la intención, de fundar lo que permanece y de abrir ámbitos de construcción personal, familiar y comunitaria de abajo arriba y de dentro afuera.]