Nos quejamos de la dependencia de los medios y de las redes sociales que tienen las campañas electorales, pero –más allá de la queja estéril– habría soluciones. Una especialmente bonita es disminuir las circunscripciones, de manera que se parecieran a los distritos ingleses. Sería fácil dividir los diputados y senadores de cada provincia entre comarcas naturales y manejables.
Se lograría así muchísima más importancia del factor humano, del boca a boca y del conocimiento personal. El refranero aconseja casarte con la chica o el chico de la casa de enfrente de tu calle, porque sabrás muy bien a qué atenerte. Yo lo hice, y no puedo estar más contento, pero entiendo que en cuestiones de amor el corazón no sabe de códigos postales. Con el voto es distinto y, si se hiciese en un ámbito abarcable, el electorado sabría de sobra quiénes son los candidatos y qué darán de sí sin dependencia de las redes sociales, los medios de comunicación, los millones en publicidad y las estrategias de campaña.
Estas circunscripciones personales sólo tienen ventajas…, salvo para los partidos, que gozarían de mucho menos control sobre los diputados, que, a su vez, se sentirían mucho más interpelados por el mandato representativo de sus vecinos y amigos. Y por eso –por el interés de la partitocracia– nos tenemos que resignar a la circunscripción provincial y, en consecuencia, al peso de las redes sociales y los medios de comunicación.
Esta larga introducción pretende ser el contexto para entender la trascendencia de las apariciones de los líderes en las grandes cadenas de televisión y, concretamente, en las entrevistas en los programas más populares a las horas de máxima audiencia. Que Pedro Sánchez se esté pegando un paseo intensivo por todas las cadenas mientras que Santiago Abascal sea sometido a férreos placajes altera las reglas de un juego en el que estas apariciones tienen una importancia capital.
Sin embargo, tampoco aquí hay que abandonarse a la queja fácil. Quizá se produzcan consecuencias inesperadas. Por un lado, la aparición constante de Pedro Sánchez, para decir que no dijo lo que sí dijo y que no prometió que no haría lo que hizo enseguida, puede terminar siendo contraproducente.
Fíjense si ha asumido su propio desprestigio que se ha puesto en cabeza de los que despotrican del… «sanchismo». Da completamente por amortizada su propia marca. Se está marcando, en consecuencia, un Quevedo de manual. Ya saben: «¿Qué hay que hacer para que todas las mujeres corran detrás de ti? Pues ponerte tú a correr por delante de ellas». Sánchez se ha echado a correr delante de todos los que abominan del sanchismo. Como Calimero, pone cara de pena y se pregunta: «Y a mí, ¿por qué nadie me quiere?». Para alguien tan vanidoso como el presidente, este victimismo profesionalizado tiene que resultar extremadamente penoso. Y más si pensamos que puede muy bien ser para nada o todavía para menos. Cabe que tanta aparición en la tele con la voz impostada y diciendo que no a lo que todos sabemos que sí acabe por pasarle factura electoral. Y viceversa. A Santiago Abascal no le están dejando aparecer en las entrevistas. Eso, a priori, da una ventaja a sus rivales más televisados. Sin embargo, cuando algún medio, sabiendo que las audiencias de Abascal suelen ser estratosféricas, rompa el cerco mediático no ya por ética democrática sino por interés comercial, el silencio comprimido de tantas no-entrevistas saltará como un muelle. El factor sorpresa es esencial, y aquí, aunque no sea por su voluntad, Abascal está emboscado. Cuando llegue la entrevista, veremos y hablaremos.