Ayer con el ajetreo del cumpleaños redondo de mi mujer, no me dio para escribir una columna sobre Maduro. Cincuenta años pueden ser o no ser el mezzo del camin di nostra vita, como fueron los treinta y cinco para Dante, pero seguro que son, como dice la musa popular, el momento de darle la vuelta al jamón. Me encanta la expresión, por lo que tiene de hedonista, jamón de pata negra, y además por esa alegría de que, cuando parece que se acaba, hay medio jamón esperándote aún a la sombra, con un giro de muñeca, y, aunque quizá más delgado, mejor, más prieto y sabroso. No he querido, sin embargo, hablarle de jamones a mi mujer. Sí le he citado la estupenda conversación de Javier Aznar con Ismael Grasa. Cuando le preguntan hacia el final qué es la felicidad, el autor de La hazaña secreta dice que algo a lo que se llega a los cincuenta años.
Quizá por el trabajo gustoso de tener que escribir este artículo, he dado en pensar en la dimensión política del cumpleaños de mi mujer, que la tiene. Ella nació cuando Francisco Franco, con perdón, aún vivía. En el lapso de su vida, pasó enseguida el franquismo, llegó Juan Carlos I, la transición, se aprobó la Constitución, se sucedieron gobiernos de un signo o de otro, todos pactando con los nacionalistas casi siempre, se manoseó la Constitución, hubo gambito de Rey, etc. Por lo privado, ella pasó también por crisis familiares (la muerte temprana de su padre) y por algunos quebrantos patrimoniales, etc.
Sin embargo, su sensación es la de estar viviendo una vida plena, satisfactoria, emocionante y prometedora. Yo hago lo que puedo por no estorbársela, y nuestros hijos se la multiplican, así que, entre restas, sumas, divisiones y multiplicaciones, el saldo biográfico —asegura֫— es muy positivo.
¿Cuál es la lección política de todo esto, como he prometido? Que la vida es larga, y que los gobiernos (a ver el de Maduro) caen del árbol al fin y que la vida sigue. De modo, que, aunque, como advierten Aristóteles y el resto de los griegos, uno ha de preocuparse de la cosa pública de su pueblo y de su patria, no ha de dejar que ésta le aplaste o le coma la moral. Mi mujer ha votado siempre, ha ido a mítines y a manifestaciones, ha discutido con familiares, amigos y compañeros por cuestiones políticas y ayer mismo, en su fiesta, se espantaba de los movimientos judiciales de Pedro Sánchez, pero sin permitir que el dolor de España la distraiga del dulce trajín de la existencia propia. No hay dicotomía entre política y biografía, sino que la última abraza, entre otras cosas, a la primera, quedando siempre por encima, no estanca, sí autónoma, libre, más poderosa, más honda.
En el «cumpleaños feliz» que le malcantamos ayer espantosamente, se podía oír de fondo —parafraseando a Rubén Darío y a José Luis López-Linares— un bellísimo canto de vida y de esperanza. Quizá a los más jóvenes, que apenas están descortezando su jamón, pueden sucumbir a la presión de unas circunstancias políticas, económicas y sociales que no son las mejores. En efecto, no lo son. Son malísimas. Pero los años corren a su favor y la vida es más fuerte, el buen humor es imbatible, resistirse es enfervorizante y el amor se infiltra en los días cotidianos.
Como nuestra pretensión es aguantar en la batalla muchos años más, dentro de tres o cuatro décadas, queridos jóvenes escépticos o descreídos o preventivamente desencantados, lo hablamos. Cuando empezamos a salir, mi mujer tenía 19 años y era muy graciosa. Ahora sigue siendo graciosa (casi siempre) y está, incluso, más guapa.