Como los niños, los borrachos o la licra, el bañador no miente. Y me obliga al deporte veraniego por excelencia: meter tripa en la playa. Antes de eso nos reunimos para el paseo matutino que a veces es un coro de quejas. La rodilla, las lumbares, el hombro y alguna cabeza que estalla tras un exceso nocturno que a nuestra edad se paga mucho más caro. Cada año empeoramos más que el IPC. La generación de nuestros padres está a otro nivel: papá se encuentra con un grupo de amigos que dedica los primeros instantes a ponerse al día por rigurosos turnos sobre el cáncer con el que conviven. Luego se habla de otras cosas. Prohibido volver al tema. Mi padre dice que tiene la sensación de correr por un campo de minas junto a sus conocidos. Mira a uno y otro lado y ve cómo saltan por los aires y, a veces, vive cada zancada con miedo a pisar una. Pero ahí está. Sigue corriendo. Nosotros estamos a poco de los sesenta. Alguien felicitó una vez al periodista Santiago González con una frase que se me quedó grabada: «felicidades, maestro. Está usted en lo mejor de lo peor». En eso estamos. Lo mejor de lo peor.
El tiempo pasa relativo. Siempre lento al comienzo de las vacaciones y rapidísimo al final. Cuesta acostumbrarse a la inactividad y asoman los demonios matando moscas con el rabo.
Decía Jünger que el aburrimiento es el dolor diluido en el tiempo. Mamet, ese gigante tan apreciado por la intelectualidad de izquierdas hasta que se hizo de derechas, describía dos motores: la culpa y la vergüenza. Debemos purgar e ir cargando energía para lo que viene.
Seguimos paseando. Hay que forzar un poco el ritmo. Dejamos el llano y la pinada que bordea el mar para atacar unas cuestas y escaleras.
Durante el paseo ya nadie habla de política. Se da todo por perdido. El cabreo se transformó primero en fatalismo y ahora en olvido. Al menos hasta septiembre. Echamos unas risas y recordamos la cena del día anterior. Surtimos de cervezas la nevera del embarcadero. Planificamos aperitivos, partidas de frontón y reservas en los restaurantes. A eso dedicamos nuestro tiempo. Antes de subir el enorme tramo de escaleras siempre hay quien mira al resto y pregunta ¿a por ellas?. Y todos evitamos su mirada y asentimos en silencio. Deseando que alguien salte, proponga el llano y reconozca la derrota. Pero no seremos ese. Enfilamos escalones con mirada resuelta. Ya nadie habla. Sólo gritan las cigarras. Apretamos los dientes —su puta madre—, intentamos no echar los pulmones —ay, dios— y al llegar a la cima enfilamos una recta en cuyos primeros metros nadie dice ni pío. Al final del todo nos espera el almuerzo. El grupo lo sabe, se anima y parlotea de nuevo. Medio bocata, cerveza y café. El doble de calorías de las que hemos gastado.
España está a punto de subir unas largas escaleras. Otras, sí. Y lleva tiempo gastando mucho más de lo que produce. Disfruten mientras puedan. Nos ha vuelto a secuestrar a todos un siete por ciento. Los nacionalistas. Exactamente los que quieren destrozar España. Ellos van a decidir nuestro futuro. Liderados por una persona sin escrúpulos capaz de darles lo que quieran. Manda huevos que uno de los políticos más hábiles de nuestro tiempo —porque al menos eso se le ha de conceder al personaje— trabaje sólo para sí mismo y no para todos nosotros.
Estamos en lo mejor de lo peor.