Una de mis misiones en la vida son las compras de última hora de mi casa. Hacían falta piñones, me informaron. Fui de inmediato a por piñones. Pero, antes de nada, hace falta que les ponga a ustedes en contexto. Vivo en un jardín con un enorme pino piñonero, y para ir al supermercado atravesé grandes masas forestales de pinos. La arboleda perdida que dio título a las memorias de Rafael Alberti me la encuentro yo nada más salir de casa y es un pinar extenso.
Atravesando con mi vespa todo el contexto, llegué al supermercado y me dirigí diligentemente a la estantería de los frutos secos, donde esperaban los piñones. Los encontré con gran alivio, pues pocas cosas hay más duras para un hombre que fracasar en la misión de su vida. Aunque no suelo, por una curiosidad sentimental y biográfica, miré a ver de dónde eran esos piñones tan pequeñitos y tan blancos. Sorpresa: de Siberia.
Eso ponía: Siberia, no Rusia. Con los calores, mi primer pronto fue alegrarme con los aires siberianos. No se me puede aplicar el letal aforismo de Marie von Ebner-Eschenbach: «Los hombres de hoy han nacido para el reproche. De todo un Aquiles sólo ven el talón». Muy hombre, pero muy poco de hoy, lo último es reproche. Todo lo contrario. Siendo siberianos, me trajeron a la memoria al gran Dostoievski y también comprendí que los piñones fuesen tan blancos.
Los de mi infancia eran más gordos y más amarillos, y más sabrosos. Entonces incluso sin teléfono móvil era imposible aburrirse porque, a unas malas, uno salía al pinar, buscaba piñas, entresacaba sus piñones, y con dos piedras iba echando la tarde. Era como comer pipas, pero a lo bestia. Con el riesgo de machacarte los deditos, que aportaba emoción. También uno aprendía tacto y mesura. Si daba flojo, mejor para sus dedos, pero no cascaba la cáscara. Si daba demasiado fuerte, machacaba —con suerte— sólo el piñón, que se mezclaba con los restos de cáscara y quedaba imposible. «Es el mejor de los buenos —avisaba Antonio Machado—/ quien sabe que en esta vida/ todo es cuestión de medida:/ un poco más, algo menos». Partiendo piñones, se aprendía eso con la fuerza de las piedras. También era una escuela de generosidad ofrecer al amigo o a la amiga el piñón extraído con tanto riesgo. De ahí debe de venir la expresión «estar a partir un piñón» con alguien. Los piñones también gustaban mucho a los lirones caretos. En las noches de verano se les oía royéndolos incansablemente entre las ramas oscuras. La diferencia entre una repulsiva rata y un entrañable lirón careto también es cuestión de medida y forma parte de la educación sentimental de los niños del Puerto de Santa María.
El caso es que, volviendo a casa con mis dos bolsitas siberianas de piñones albinos, cual hombre blandengue, caí en la cuenta de las implicaciones socioeconómicas del asunto, nostalgias aparte. Ya nadie recoge piñones, como se hacía en nuestra niñez. Otro clásico de antaño era encontrarte cada dos por tres con varios hombres con sacos que se habían colado en el jardín de la casa a recoger las piñas. De primeras te llevabas un buen susto, pero reconocíamos enseguida el espíritu emprendedor. La economía local funcionaba. Ahora nadie recoge piñas y los piñones vienen de Siberia, Dios sabe con qué impacto de emisiones de CO2. Paro hay más.
Que los piñones españoles son los mejores del mundo no lo dice sólo mi nostalgia, sino los gourmets. Pero se recogen menos, se comercializan peor y son muy caros. Que resulte rentable traerlos desde Siberia a un pueblo rodeado de pinos piñoneros es un chocante signo de alarma.
Como quiero ser más Aquiles que su talón, me propongo la épica doméstica en vez de la queja contemporánea. Pasearé este otoño (cuando llegue la temporada) por nuestros pinares con los consabidos pedruscos de la infancia. Ya que el comercio local y el producto de proximidad no funcionan, me haré con un bote familiar de piñones propios. Sin faltarle a Siberia, de la que consumiré a Solzhenitsyn, que, en lo suyo, es inmejorable.