Como acostumbran a hacer las conversaciones electrificantes, pasamos de hablar a fondo de los problemas sociales y políticos (y religiosos) de España a nuestros asuntos más cotidianos. La conciliación del trabajo con la vida familiar y de ambos con las vocaciones artísticas o literarias, siempre insaciables de tiempo y atención. Entonces, una de las amigas dijo que ella, desde la enfermedad y muerte de su padre, sabía qué era lo importante.
Pensé que iba a decir la familia. Dijo: «Ser madre», mientras miró a sus hijos que andaban por allí cerca, felizmente ajenos a los problemas sociales y políticos de España y también a los de las irreconciliables conciliaciones. Y nos contó.
Durante la enfermedad de su padre, en los momentos de más inconsciencia, él suspiraba llamando a su madre: «Mamá, mamá…». Eso me emocionó. Tal vez a alguno de ustedes le parezca cursi o impostado o que recurro al sentimentalismo, esa herramienta —según Rodrigo Cortés— «del cineasta sin razones, del escritor sin ideas y del político sin recursos». No se lo parecerá si lo han vivido. Yo recordé entonces con una nitidez estremecedora, como si lo estuviese viendo y oyendo, que mi abuelo también llamaba a su madre. Como yo no había conocido a mi bisabuela, era una llamada aún más llena de misterio y de amor más allá de la muerte, llama cruzando la agua fría. ¿Sentimentalismo? «¡Ja!», bufaría don Francisco de Quevedo. La amiga dijo: «Eso es una madre: lo que uno recuerda cuando muere; y eso quiero ser yo, en los dos extremos de la vida». No lo decía como una excusa para no hablar de la política o para encerrarse en su torre de marfil —que no era de marfil— o para no preocuparse de España y del mundo; sino para marcar muy claramente un destino, un orden y una jerarquía. Nos dejaba claro el sentido que adquiría así todo.
Como le confesé mi admiración (y que escribiría este artículo), nos ofreció otro dato. En efecto, en los momentos de lucidez, cuando su padre enfermo repasaba su vida, a pesar de haber hecho y logrado muchas cosas, se confesaba sobre todo satisfecho y orgullo de los hijos que había tenido. La mirada azul de ella, en parte para disimular su emoción, en parte para mostrarla, volvía a mirar de reojo a sus hijos.
El corazón y la cabeza, el instinto y el sentido, apuestan por la maternidad y por la paternidad. Tuvimos suerte porque, como esos amigos tenían que irse (precisamente a comer juntos, en familia), ese mensaje fue el que nos dejaron en el aire.
Por pudor y porque no había nada más que decir, cuando se fueron, los que nos quedábamos ya no hablamos más de padres ni de hijos. ¿Para qué? Todo estaba dicho. Sin embargo, cuando volvimos a la política —uno de cuyos problemas más acuciantes es, justo, la maternidad— y a los análisis sociales y a la pregunta sobre cómo podemos mejorar el mundo inmenso en el que tan pequeñamente vivimos, sabíamos que eso es parte esencial de la misión de los padres. Traer hijos al mundo y dejarles un mundo algo más presentable.
Contra la casi imposibilidad de tal misión, disponíamos ahora de una inesperada vuelta de tuerca. Traer hijos al mundo es mejorar el mundo y, por tanto, por estar ellos en él, mejorar el mundo que se les deja. No me resisto a un juego de palabras: nuestra descendencia es ya su propia herencia. Lo más importante que se puede hacer por ellos son ellos. Para lograrlo, sólo hace falta esa conciencia clara en medio de los afanes y las angustias. Saber qué es lo importante, lo vital, lo que dejará memoria.
Y una vez que se sabe, volverse sobre todo lo demás, sin desfallecer. Eso hoy, como todos los días, lo harán muy bien mis compañeros de columnas. Léanlos, pero sin quitar ojo a sus niños, si los tienen, a sus padres, los tengan aquí o en el alma, a sus amores, a sus amigos. Así no es posible equivocarse.