A estas alturas todo lo mío es previsible y añejo, salvo una cosa, que me cuesta trabajo explicarme. Me pongo más nervioso y casi más trabajador cuando tengo que explicar algo a pocos, cara a cara, que cuando escribo para muchos con el papel o la pantalla de por medio. Este artículo lo tenía que haber escrito anoche, pero un amigo me pidió por WhatsApp una opinión y me pasé dos horas ponderándosela. Un amigo es sólo uno. Y ustedes, que me leen en LA GACETA serán miles, y además yo les agradezco la lectura y sé que su tiempo es oro. Igual me pasa con las clases. Una clase para veinte personas, que además me conocen y son partidarias, me supone más tensión que una columna de opinión. Desde el punto de vista de la eficacia literaria y del marketing de mi marca personal, este reparto de los esfuerzos es un disparate.
Me consuela, sin embargo, pensar que a Dios, por lo que parece, también le pasa lo mismo. André Frossard, el intelectual converso francés, hijo del secretario general del Partido Comunista, algo muy de masas, lo decía: «Dios sólo sabe contar hasta uno». Y el gran Evelyn Waugh, hace girar el alma de su trilogía Espada de honor alrededor del eje de una idea de Gervase Crouchback, padre del protagonista: «Quantitativ judgements don’t apply. If only one soul was saved, that is full compensation for any amount of ‘loss of face’». Los juicios cuantitativos están de más. Con que sólo un alma se salve, sería una compensación completa para cualquier pérdida de prestigio social o comunitario.
Me he refugiado en las citas porque me interesa mucho entender mi incoherencia táctica; y también porque, después de tres o cuatro días haciendo análisis sobre la complejísima situación internacional, debatiendo con unos y con otros, con resultados poco convincentes (literalmente: de no convencer a nadie), toca volver a la vida corriente.
Ricardo Calleja lo dice mejor: hay que vigilar que el análisis no lleve a la parálisis. Quizá la importancia que doy al cara a cara me señala dónde está el verdadero frente. Jordan B. Peterson se ha hecho famoso –además de convertirse en un gran aliado de las madres y los padres de adolescentes– con su máxima de que, para arreglar el mundo, hay que empezar por hacerse la cama cada mañana. No es ninguna tontería, porque tu cama te la puedes hacer tú, pero cambiar la política internacional de los Estados Unidos de América se escapa un poco a tu esfera de influencia. Por no hablar de que la Unión Europea se tome en serio su Defensa, que es pedir, por lo visto, lo excusado.
¿Significa eso una rendición? En absoluto, y nadie lo dijo mejor que nuestro añorado Aquilino Duque con unos versos que son un himno: «Luego he tratado de que lo que quería/ para todo el país, para toda la tierra/ fuese al menos posible en unos pocos/ metros a la redonda». Porque en esos metros de soberanía feudal sobre el señorío de nuestra vida hemos de mandar nosotros. Y si tenemos una idea, una inquietud o una objeción de conciencia, aunque sea incluso de política internacional, hemos de sostenerla… en nuestros metros cuadrados a la redonda. Es la auténtica cuadratura del círculo.
Yo estoy firmemente convencido de que urge la paz, pero también de que toda solución de la guerra de Ucrania que pase por humillar y/o expoliar al país invadido es pésima, moral y políticamente. Pero ya lo he dicho y «sólo el que miente insiste», como también escribió Aquilino. Por lo tanto, mi análisis no puede convertirse en una moviola. Basta con que la bandera de lo que considero bueno y justo no se arríe de mis pocos metros a la redonda. Como tampoco, querido lector único, la suya —su bandera— de los suyos —sus metros—.