Hace unos días, y respondiendo a la profecía de Francesc Homs acerca del próximo final de la nación española, Mariano Rajoy hizo referencia a la condición de vieja nación histórica de España, situando su origen hace quinientos años, en el reinado de los Reyes Católicos.
Algunos historiadores han aprovechado la respuesta del presidente para acusar a este de confundir los conceptos de nación y Estado, no vaya a ser cierta la solera de la nación tras cuatro décadas de extenuante celo en denigrar lo propio.
Pero Rajoy, aunque por razones distintas a las que él imagina, no yerra tanto. Y no porque España se fundase con los Reyes Católicos, sino porque el surgimiento de España es anterior en casi un milenio a lo que el presidente cree; y más aún, desde luego, que lo que estos ilustres historiadores –lo son; lo digo sin segundas- afirman.
El País publicaba hace unos días un artículo en el que el catedrático José Álvarez-Junco afirmaba que “Rajoy confunde los conceptos de nación y Estado y proyecta sus propios deseos en el pasado”, aseveración esta última que, lejos de ser exclusiva de los presidentes de gobierno, también es imputable a esa intelectualidad que viene dictando las normas desde hace lustros.
Naturalmente, el autor de Mater Dolorosa no puede reprimir el gesto del que se tiene por superior: “si por nación entendemos un ente etéreo que se lleva en el alma, Rajoy puede decir lo que quiera, puede decir que la nación más antigua es la que él adora.” Para añadir que “si por nación entendemos un Estado-nación, con unas fronteras, que responden a un nombre y ese nombre es España, España no es la nación más antigua de Europa”.
A la zarabanda se ha sumado José Luis Corral, el exitoso escritor de novela histórica, quien ha insistido en que “los Reyes Católicos no fundan ninguna nación, ni tan siquiera un Estado”, algo que saben los bachilleres –al menos en teoría- desde hace mucho tiempo. Insiste con el argumento de que “los distintos reinos siguen teniendo sus propias normas y derechos, su propia fiscalidad y su propia moneda”; cierto es que no hay más unión institucional que la de la corona y la Inquisición –olvido este último frecuente en estos autores- pero es que no es tanto eso lo que crea una nación cuanto la consecuencia de su existencia.
El nacimiento del Estado en Europa es un proceso lento, que comienza a cocerse en el ecuador del segundo Medievo y se culmina en algún momento de la época moderna. En España, el Estado se forja como consecuencia del fortalecimiento de la corona y de su victoria sobre las pretensiones nobiliarias de independencia, algo que sucedió de forma muy visible durante el reinado de Isabel y Fernando, al disponer a la nobleza al servicio de la corona –con las correspondientes contraprestaciones recopiladas en las leyes de Toro-.
Una segunda característica en la construcción del Estado es el proceso de homogeneización de la sociedad impulsado por la corona, algo que sus católicas majestades emprenden con plena conciencia. La creación de la Inquisición obedece a ese propósito: el ansia de unidad es real, y por eso, existiendo las dificultades de índole institucional que existen –siglos de diferencias entre unos reinos y otros- lo que hacen es recrear una institución olvidada que puede realizar esa función. Y esa institución es la Inquisición, porque no existe instrumento más adecuado a fines del siglo XV que el que proporciona la religión.
Es absurdo pretender que la unidad se efectúa una vez que se produce la unificación institucional; es mucho más cierto que esta se realiza debido a que ya existe una conciencia del ser español. Que lo institucional y esa conciencia no son una misma cosa queda patente en la defensa que de Cataluña hacen los austracistas los cuales, mientras pelean por España, se oponen a las pretensiones felipistas de la unificación legislativa e institucional.
No hará falta, supongo, recordar que dicha unificación había sido planteada ya en 1626 por el conde-duque a través de la Unión de Armas, aunque no se culminase debido a las resistencias encontradas.
Rajoy muestra el flanco débil al emplear el término “nación”, porque eso permite una crítica inmediata. En términos políticos, la nación no existe hasta que el vocablo adquiere un sentido político, claro; y eso sucede a fines del siglo XVIII y, en el caso español, durante la Guerra de Independencia, a comienzos del XIX. Por tanto, el mismo Perogrullo podría firmar que no puede haber nación política antes de esa época, en que se argumentará que no existe más que una unidad de mercado, o una cierta homogeneidad cultural o una parcial conciencia común, nunca una nación. Así que todo debate al respecto es estéril.
Pero aunque la nación política, producto inaugural de la edad contemporánea (Goethe aseguraba que la nación había nacido en Valmy, al son de los acordes de La Marsellesa) no pueda ser anterior, la nación histórica sí lo es. Y de España puede asegurarse que lo ha sido –nación histórica- muchos siglos antes de ser nación política.
¿Alguien cree que de no haber existido España podría haber emergido la nación a partir de 1808? ¿Puede, acaso, crearse una nación sobre la nada?
Al margen de esta querella, sin duda importante; al margen de cuándo se es nación, quizá lo que Rajoy quiera decir es que España existe desde hace muchos siglos; sea nación durante todo este tiempo o no lo sea hasta fecha reciente, la existencia de España es indiscutible.
Y España existe como realidad política –como nación histórica, si se quiere, y está bien quererlo así- desde el siglo VI; sí es la entidad política más antigua de Europa, aunque quizá admita el cotejo con la Francia que aún se denominaba Galia.
España surge por defecto, como las demás naciones de Europa, a la caída de Roma, sucediera tal cosa como sucediera. La desaparición de la arquitectura imperial obliga a emerger a aquellas unidades administrativas romanas, hasta entonces subalternas, como entidades con personalidad política propia.
Será el reinado de Leovigildo el que revele un propósito decidido de alcanzar la unidad. La derogación de la prohibición de los matrimonios mixtos entre visigodos e hispanorromanos, y la pretensión de expulsar a bizantinos y suevos para unificar territorialmente la península, refleja la existencia de ese anhelo de unidad. Resistiéndose a abandonar la fe arriana, habrá de ser su hijo Recaredo el que entienda que la unidad pasa necesariamente por la unificación religiosa, verdadera razón de ser del reino y vínculo esencial de la comunidad hispana, primero, e hispanovisigótica, más tarde.
Cuando en 589, en el III Concilio de Toledo, Recaredo proclama la catolicidad del reino, se culminará ese propósito unificador. En el reino visigoda de fines del siglo VI, la existencia de España será un hecho.
Por eso, cuando en la edad media comience a hablarse de España como una comunidad histórica, religiosa y cultural, se hará referencia al reino visigodo como verdadero fundador de España. La división de reinos no limitaba ese sentimiento hispano, sino que incluso lo potenció. De ahí los “Reges vel príncipes Hispaniae”, que son, en palabras del cronista Muntaner, del siglo XIII, “una sola carne y una sangre”.
Por eso me permito terminar con un consejo al presidente: cuando hable de estas cosas, omita el término nación y diga que España existe antes que otros países de Europa; y, si se empeña en utilizarlo, no insista en que se creó en tiempos de los Reyes Católicos, que eso suena franquista y luego se meten con usted.
Lo tiene más fácil: puede remitirse con toda tranquilidad un milenio atrás, en que España ya es.