Padecemos una falta de sutileza en el debate moral que desmoraliza. Se da por sentado que pagar impuestos es un acto virtuoso, y ninguna instancia o institución entra ni un poco a analizar los lĆmites de esa moralidad dogmĆ”tica. ĀæHay un nivel de presión impositiva a partir del cual podrĆamos hablar de afĆ”n confiscatorio o todo impuesto es una bendición absoluta que roza la beatitud laica? Esto tiene una trascendencia que va mĆ”s allĆ” de lo económico o tributario, y entra de lleno en los Ć”mbitos de nuestra libertad de ciudadanos, de nuestra soberanĆa personal y de nuestra responsabilidad social.
JamƔs me meto con la Iglesia y me parece muy bien que nos insistan tanto en que marquemos la X famosa, pero se echa de menos que tambiƩn recuerden que hay prƔcticas impositivas que subvierten de principio a fin el principio de subsidiaridad, uno de los pilares de la Doctrina Social de la Iglesia.
El vizconde de Tocqueville ya advirtió del peligro de la intromisión de lo público en la responsabilidad personal. La distorsiona y puede aplastarla. Puso el caso del padre que denegó el auxilio a un hijo indigente porque ya pagaba suficientes impuestos para que el Estado se ocupase de atenderlo en sus necesidades. Es un caso ejemplar, en el peor sentido, y extremo, porque va a contrapelo de todos los instintos humanos. ¿No sucede algo anÔlogo con otras obras de asistencia social o de compromiso ciudadano? Hagamos examen de conciencia y de contabilidad.
Unas familias que tienen como primer gasto de sus maltrechas economĆas pagar sus impuestos pueden estar tentados a marcarse un toqueville o, mĆ”s allĆ”, no sólo tentados sino obligados. Esto es, a esperar que el Estado del Bienestar tenga a bien asistir a aquellos que lo necesitan, porque Ć©l ya no puede. Incluso a sus hijos. Tampoco les da para comprometerse en proyectos comunitarios, como cuando las ciudades levantaban sus propias catedrales, sus hospitales, sus escuelas y sus asilos gracias a las donaciones de sus buenos vecinos. AdemĆ”s del resultado religioso y asistencial, se forjaban comunidades unidas por un proyecto comĆŗn, por un sacrificio compartido y por un orgullo comprensible. EstĆ©ticamente el resultado era muchĆsimo mĆ”s afinado, como es lógico, porque los que lo pagaban eran los que vivirĆan junto a esos edificios y exigĆan una belleza pareja a su hermoso gesto colaborativo. La estĆ©tica de los edificios pagados por dinero extraĆdo por el Fisco es correlativamente impositiva.
Se hacen cosas, por supuesto, con el dinero de los impuestos, pero, como sabe cualquier moralista, su construcción ya no es un mĆ©rito personal de los contribuyentes. Los impuestos, como su nombre indica, son imposiciones. Y sólo tiene valor moral lo que se hace libremente. No es una pĆ©rdida menor. Estamos, como decĆamos, frente a una pĆ©rdida de la soberanĆa personal.
Un Estado preocupado por el bien integral de los ciudadanos deberĆa permitir que todo aquello que fuĆ©semos capaces de asumir con autonomĆa quedase en muestras manos. Los liberales defienden que la iniciativa privada serĆ” siempre mĆ”s eficaz. Yo creo que, en algunos casos, sĆ y, en otros, menos que el gran Estado, pero que en todos serĆamos mĆ”s seƱores de nosotros mismos. Subrepticiamente han expropiado la caridad, la colaboración ciudadana y la dimensión patrimonial de las familias. Heteropatriarcales tampoco les gustan, pero heteropatrimoniales desde luego que ya no somos. Por si acaso nos preocupĆ”bamos por tener las cuentas claras y no deber mucho a nadie, que es otro de los fundamentos de la libertad, nuestros gobernantes se endeudan por nosotros y por las próximas generaciones. Previenen nuestra prevención.Ā
Resulta inquietante lo tranquilos que estamos ante este empobrecimiento prĆ”ctico (la inflación creciente y los sueldos menguantes), empobrecimiento periódico (los impuestos) y empobrecimiento proyectado (la deuda pĆŗblica). Nos dicen que es muy feo y egoĆsta preocuparse por estas cosas tan materialistas los que anhelan quedĆ”rselas todas para ellos, y lo estĆ”n haciendo.