«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Obscenidad: retrato de una época

13 de diciembre de 2024

Sucedió hace unos días. Encendí el televisor, en ese rato que antecede al final de la jornada. Iba en busca de alguna película que valiera la pena grabar para verla en otro momento. Pasaba de un canal a otro, sumido en una inercia cada vez más desalentada, cuando algo me detuvo. Eran los rostros de los cuatro protagonistas de Grupo salvaje, la película de Sam Peckinpah estrenada en 1969. No recuerdo cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la había visto; años, probablemente. Dejé transcurrir unos segundos. Era casi el final de la película. Los cuatro personajes se miran entre sí y, sin cruzar una palabra, echan a andar. Hay un brillo de resolución en su ojos, se diría que eufórico, un poco demente. Van en busca del amigo que les falta, un muchacho al que un general mexicano, borracho y sádico, ha torturado hasta el borde de la muerte. Mientras se acercan al lugar donde les aguarda su destino, desfilan entre una deharrapada turba de soldados que los observan con hostilidad, pero nadie se atreve a cerrarles el paso. Por fin, frente al caudillo de ese ejército de mugrientos, se desencadena una de las secuencias más violentas y técnicamente asombrosas que se hayan filmado hasta entonces.

Debo reconocer que me quedé absorto contemplando de nuevo aquel prodigio cinematográfico. Apuré la escena hasta el final, hasta la muerte, acribillados a balazos, de los cuatro protagonistas. Aquel apocalipsis de sangre, rodado en parte a cámara lenta y en parte sirviéndose de una frenética alternancia de planos, encerraba una cualidad hipnótica a la que no pude sustraerme. Como en otras películas suyas, Peckinpah fusiona en Grupo salvaje una lírica del desencanto y la fatalidad con explosiones de una violencia inusitada. Retrata un mundo en el que los límites entre el bien y el mal se han vuelto porosos, casi indetectables, y donde, a la vez que asistimos al espectáculo estrepitoso y por momentos sublime de su caída, los forajidos permanecen inquebrantablemente fieles a un subrepticio código de honor que les exonera de una porción de sus culpas. Mientras, los teóricos defensores de la ley actúan al amparo de un orden encanallado y corrupto.

Así fue como con Peckinpah, pero también con otros directores que durante la década de los 60 y los 70 del pasado siglo trabajaron en la misma dirección, el público pudo experimentar cómo la realidad había entrado en una fase distinta. Ya no era un camino recto, un dibujo diseñado con trazos lineales y distintos. Era un cenagal donde resultaba imposible distinguir al héroe del villano. Esto es precisamente lo que significa habitar una época crepuscular: vivir en un mundo donde ya no existen principios sólidos y donde el caos y la confusión campan a sus anchas. Se genera así una atmósfera de ambigüedad al calor de la cual medran los oportunistas. En el cine, el resultado del nuevo estado de conciencia fue el surgimiento de una narrativa que sacaba a la luz aquello que en las décadas anteriores había quedado apenas sugerido. Sexo y violencia, y toda clase de comportamientos perturbadores, que los directores de la generación anterior habían manejado a través de registros implícitos, se exhibía ahora en la plenitud de su crudeza. 

La respuesta del público ante esta transgresión de las normas de representación vigentes hasta entonces fue entusiasta. De golpe, fue como si los diques cedieran y se liberase una catarata de tabúes que llevaban décadas retenidos. Se produjo una catarsis, no hay duda, una oleada de festiva liberación que muchos interpretaron como la llegada de un feiz reino de pureza. Pero hubo también un efecto perverso: la caída en una espiral de exhibicionismo cada vez más grosero. A medida que el umbral de aceptación del público se ensanchaba, lo que originariamente había sido una propuesta de crítica cultural hacia una sociedad apuntalada sobre principios de cuyo cumplimiento las élites habían abdicado, degeneró en un ejercicio de lucrativa impudicia. Y así hemos llegado hasta hoy.

A la postre, el cine fue sólo un indicio de una corriente sociológica mucho más honda y persistente. Se exacerbaron las pulsiones morbosas. Alimentada por esa maquinaria de embrutecimiento masivo en que se convirtió la televisión, la sociedad fue transigiendo con la ingesta de un menú crecientemente abyecto. Era sólo cuestión de tiempo que la relajación de los resortes morales y la degradación de los códigos estéticos derivaran en una rebaja de los estándares ciudadanos y que esto, a su vez, se tradujera en términos políticos.

Hoy vivimos, políticamente, sumergidos en un albañal. No se trata, por lo demás, de ningún hecho novedoso en la historia. Con la descomposición de todo régimen, la zafiedad y la mentira alcanzan cotas epidémicas. Aflora a la superficie de la actualidad un elenco de perfiles psicológicos limítrofes con la sociopatía. Y si alguien se pregunta cómo es posible que ante esta acumulación de evidencias no exista una respuesta masiva y clamorosa, debe tener presente que los periodos terminales de la historia se caracterizan por una casi ilimitada tolerancia al mal. No en vano, tales periodos llegan precedidos por decenios de adoctriamiento y de degradación cultural y educativa que han pulverizado la sustancia ética de buena parte de la sociedad. El resultado final es el que vemos, un panorama de permanente obscenidad ante el que sólo caben dos reacciones, tan antagónicas como excluyentes: adhesión o repudio. Del lado que se incline la balanza dependerá nuestra suerte colectiva.

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