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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Papá, papá, papá

31 de enero de 2022

Lejos de mí competir aquí ni en ningún sitio con la canción de Rigoberta Bandini, que además puse por las nubes. La canción es la canción; y no me la chafan ni los elogios interesados de Irene Montero ni las declaraciones de Rigoberta apuntándose a todo lo guay; siempre que Bandini no quite de la letra el caldo de su mamá de la nevera ni la humanidad ni la belleza. Entre madre y padre no hay competitividad sino una complementariedad ontológica. Sin una no hay otro.

De hecho, ni siquiera Bandini me ha inspirado este artículo, sino Íñigo Montoya. Sí, el de la película La princesa prometida (Rob Reiner, 1987). Uno de mis hermanos me mandó el fragmento en el que el hombre enmascarado sube por los Acantilados de la Locura para batirse en duelo con Montoya que está cómodamente arriba, esperándole. Se ofrece, caballerosamente, para ayudarle, pero el enmascarado no se fía. Íñigo da su palabra de español, y el enmascarado dice que ha conocido a demasiados españoles como para tomarse eso en serio. Di un respingo. 

Al atentísimo Chesterton [la paternidad] fue lo que más le emocionó de su viaje España: la relación de ternura viril y confianza total de los niños con sus padres

Podría sospecharse que, conociendo mi condición de «español incorregible», mi hermano me lo mandaba para darme un pequeño pellizquito de Caín. En El último encuentro, la novela de Sándor Márai, uno de los personajes reconoce que «pronunciar la palabra “Viena” ha sido siempre como hacer sonar el diapasón y observar después lo que su interlocutor entendía por ella. Así examinaba a la gente. Los que no respondían bien, no significaban nada para él. Porque Viena no era tan sólo una ciudad, sino también un sonido: un sonido que resuena en el alma para siempre o que no resuena nunca». La palabra «España»… es mi diapasón.

Pero mi hermano es tan incorregible como yo. Había que descartar el pellizquito. Además, sería tonto negarle al enmascarado que yo también he conocido, ay, demasiados españoles poco fiables. Cuántas veces he recordado a mi pesar esta frase de María Zambrano: «Lo español es tan raro como las pocas gotas de sangre helénica que puedan quedar en el mundo: tenemos un edificio: El Escorial y un libro, El Quijote». Seguí viendo el fragmento.

Íñigo Montoya, en vez de discutir sobre España, jura por el espíritu de su padre que respetará la seguridad del enmascarado, y éste, entonces, sin dudar ni un segundo, acepta la ayuda. Eso me mandaba mi hermano: la celebración de lo que nos une a él y a mí más que nada. Y como «padre» y «patria» son palabras de la misma familia, vi que además del edificio y el libro, tenemos los españoles una institución: la paternidad. Al atentísimo Chesterton fue lo que más le emocionó de su viaje España: la relación de ternura viril y confianza total de los niños con sus padres.

Hay una serie de valores, entre los que se cuenta el valor —la valentía— y la virilidad a los que los últimos decenios se ha intentado poner sordina

Y sólo fue entonces cuando recordé a Rigoberta, pero no, ya digo con ningún ánimo de luchita de sexitos, qué va, sino porque me dio la clave, el tono, el ritmo. ¿Por qué dan tanto miedo nuestros pechos, eh? Digo los de los hombres: robustos como rocas, opuestos a las mareas y a las marejadas del mundo como mascarones de proa.

Tanto como los pechos de las mujeres, se merecen un himno. Ni más ni menos. Según R. R. Reno en El retorno de los dioses fuertes, hay una serie de valores, entre los que se cuenta el valor —la valentía— y la virilidad, a los que los últimos decenios se ha intentado poner sordina. Si ha sido así (como ha sido), mi padre y muchos otros padres han hecho oídos sordos, menos mal.

Igual que el caldo que siempre tiene en la nevera la madre de Rigoberta, mi padre ha tenido llena su despensa a rebosar de coraje, de ejemplo, de bravura, de orgullo y, también, de exigencia. No ha parecido importarle nada que fuesen valores que cotizaban a la baja. «Bah, ja, ja, ja», se ha reído él. Por eso yo musito con mi hermano haciéndome los coros (y viceversa): «Papá, papá, papá», metiendo el hombro al puro estilo Eneas cuando se hundía su ciudad, y llevaba a su padre en alto y a su hijo de la mano. Si yo doy mi palabra de español, podrán ustedes creerme, desde luego; y si la doy por mi padre, no se moverá ni una coma.

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