Pedro Sánchez habla largo, tendido, engolado y furioso de sus altísimos ideales socialistas que le obligan a sacrificarse y a seguir en La Moncloa y, por otra parte, los analistas hablan de su afán de poder que le lleva a aferrarse al sillón. Pero sobran indicios de que la corrupción le atañe muy de cerca y, desde luego, es muy raro imaginar que sus más estrechos colaboradores, todos, estaban trincando y que él no sabía nada de nada, pobrecillo.
Lo que sabe cualquier escolar es que meter la mano en los dineros de las mordidas y coquetear con las comisiones de Venezuela y amparar y promover sinvergüenzas más pronto que tarde termina cuestionando a un político y a una política. Sánchez, aunque es doctor así así, es capaz de entender lo que sabe cualquier escolar. Si sus altísimos ideales progresistas fueran tan importantes o incluso si su erótica del poder le impeliese tanto, ¿cómo no ha puesto coto a la corrupción? Hay algo que no cuadra. Un asceta del poder no se lo juega todo a la ruleta por la pasta. Ni un fanático de su ideología la malbarata por unos negocietes turbios.
¿O sí?
Cuando escribí Gracia de Cristo, un ensayo sobre la ironía y el humor de Jesús en los Evangelios, caí, sobre todo, en las genialidades del Maestro. Una de ellas, que nos pasa desapercibida, es considerar que en el mundo sólo existen dos señores: «Entre la costumbre de haberlo oído tanto y el capitalismo dentro del que vivimos, nos perdemos la potente provocación de estas palabras del Señor: «Nadie puede servir a dos señores […] no podéis servir a Dios y a las riquezas». En los tiempos evangélicos imperaban Roma, el César, el procurador, los cónsules, los tribunos, los Herodes de todos los tamaños, los grandes latifundistas… El Señor los ignora soberanamente. También al diablo. Sólo hay dos señores dignos de entablar un pulso en el alma de cada persona: el dinero y Dios. El silencio que dedica a los señores simultáneos y superpuestos es una obra superior de la sátira y de la teoría política».
Jesucristo es más fino aún que san Agustín, como es lógico. El de Hipona dijo algo muy parecido cuando en La Ciudad de Dios establece que sólo hay dos posibilidades. O la ciudad fundada por el amor a Dios o la ciudad terrena fundada por el amor a uno mismo. Pero es más sutil Jesús, porque en el servicio al dinero los servidores terminan humillándose, arrastrando por el suelo su honor, su prestigio y su dignidad. Aman mucho más al dinero que a sí mismos. El dinero es su amante y su amado. Al dinero se humillan como a la majestad. El dinero es del mundo el gran agitador.
Y, por supuesto, lo aman más que a su ideología, sea cual sea, y más que a sus mismas ansias vanidosas de gloria. Sánchez, tras su victoria, podría haber seguido llevando a España por el camino de sus pulsiones de poder o sus principios. Pero sin querer servir a Dios ha terminado inapelablemente sirviendo al único otro señor en liza: el dinero. Y así están los juzgados, los informes de la UCO y el bullicio del enjambre de las grabaciones. No podemos decir que no se nos avisara: sin Dios, el otro señor, es el dinero. Hace veinte siglos largos que lo sabemos. Nuevas exclusivas periodísticas nos lo confirmarán.