El concejal de Economía del ayuntamiento de Madrid, Carlos Sánchez Mato, calificaba esta semana de “gentuza” a los católicos que se sumaron al movimiento “yo voy a misa”; como los escribas y fariseos, no dudarían, según el concejal de Podemos, en apedrear sin piedad a “mujeres adúlteras”. Ahora bien, el fair play puede realizarse con los cristianos de base, ellos sí (entre los que se cuenta como un elegido) se elevan con virtud como la verdadera sal y luz de la comunidad cristiana.
Por la misma senda, pero sin comunidad cristiana que lo salve, transita Pablo Iglesias, para quien “la jerarquía eclesiástica en España quiere cortar la cabeza a los hombres del Papa y colocar a los ultraconservadores como el señor Cañizares”, alguien que no es de su agrado porque dice cosas contrarias a su visión ideológica. El P. Santiago Martín se entristecía al escuchar semejantes declaraciones: “curioso discurso parecido al de Maduro, que se proclama amiguísimo del Papa y a la vez enemiguísimo de los obispos venezolanos”. Al cabo, sólo buscan atraerse -dice el religioso- el voto de los católicos que se sienten cercanos al Papa y de paso destruir a la Iglesia”. Y sentencia duramente: “ser amigo de Maduro o ser amigo de Pablo Iglesias es el mayor deshonor que le pueda caber a una persona honrada, y por supuesto, a un católico”.
Todo esto tiene un nombre: violencia de Estado. No es admisible la promoción de la secularización desde posiciones de poder político o económico. El radicalismo secularista es una actitud sectaria que no cuadra con una configuración democrática de la sociedad. Hay que evitar confundir la laicidad de un régimen político con la secularización sistemática de la sociedad. La laicidad es un proceso por el que el Estado afirma su independencia respecto a la religión, mientras que la acción secularizadora a ultranza es la lucha contra la influencia de la religión en las costumbres sociales y la conducta individual. La laicidad puede ser admitida en un Estado de Derecho. En cambio, la secularización es más bien un fenómeno sociológico que se refleja en las concepciones del mundo y en los modos de vida de las personas con el riesgo de violentar las libertades personales y la autonomía de las comunidades de diferente índole.
El laicismo fuerza el orden democrático. Cuenta con un trabado armazón ideológico de aversión a lo religioso y de cultivo del relativismo dogmático. Su objetivo es implantarlo a costa de los usos sociales. Para ello se posiciona en los resortes del poder. Aunque las estructuras sean democráticas, su uso no puede ser más contrario a la libertad. El estilo pragmático del laicismo, recebo de la verdad y de la libertad, es síntoma de totalitarismo.
El laicismo beligerante encarnado por Podemos no es compatible con la “neutralidad” de los poderes públicos, con una democracia que no es militante. Pero tampoco respeta el pluralismo. Los poderes públicos no pueden controlar o determinar la circulación pública de ideas o doctrinas. El pluralismo posibilita la convivencia de una sociedad heterogénea en libertad. Cuando no se respeta el pluralismo se tergiversa la opinión pública y se obstaculiza sostener posturas molestas al poder.
En el intento por conseguir que la Iglesia influencie “lo público”, en vez de ser simplemente pública, lo público ha reducido a la Iglesia a sus propios términos. La condición de ciudadano ha sustituido a la condición de discípulo como la clave pública de la Iglesia. Al desterrar a la teología de la esfera pública, la Iglesia ha encontrado dificultades para hablar con integridad teológica dentro de la propia Iglesia.
Piensa el teólogo John Murray que lo público es el espacio delimitado por el Estado. Entrar en lo público es dejar atrás la Iglesia como cuerpo. Sólo los cristianos individuales, fortalecidos por “actitudes orientadoras básicas”, pueden entrar en el espacio público, pero la Iglesia como tal se sale de ese cuadro. La Iglesia, en esta visión, es una entidad esencialmente asocial que sólo proporciona “motivaciones” y “valores” para la acción pública. Los cristianos deben, pues, encontrar su política y su actuación pública en otra parte, escogiendo de entre las opciones que ofrece el Estado secular. Si queremos introducirnos en lo público, hemos de adoptar el lenguaje de la ciudadanía.
Si la Iglesia acepta el papel que propone Murray, el de una asociación voluntaria de ciudadanos privados, carecerá de los medios disciplinares para resistirse al religare del Estado, a sus prácticas de creación de vínculos. La Iglesia, por el contrario, es un espacio público de pleno derecho. Los primitivos cristianos tomaron prestado el término ekklesia o asamblea del estado-ciudad griego, donde la ekklesia significaba la asamblea de todos los que tenían derecho de ciudadanía en una ciudad particular. Los antiguos cristianos rechazaban de este modo la denominación disponible de gremio o asociación, y así ponían de manifiesto que la Iglesia no se reunía en torno a intereses particulares, sino que estaba interesada por todas las cosas: era una asamblea de la totalidad. Y, con todo, la totalidad no era la ciudad-estado o el imperio, sino el pueblo de Dios.
Dejemos, pues, de pensar que las únicas alternativas a la Iglesia son o retirarse a una reclusión privada o aceptar el debate público controlado por el Estado. La Iglesia como Cuerpo de Cristo transgrede tanto los límites que separan lo público de lo privado como las fronteras de los Estados, creando así espacios para un tipo diferente de práctica política. Lo decía san Agustín: la verdadera “cosa pública” la constituye la Eucaristía, esa misa que desprecia la ideología y que ofrece un verdadero sacrificio a Dios y hace de la Iglesia el Cuerpo de Cristo.
Cuando Pablo Iglesias pide “más Franciscos” y “menos Cañizares” no sólo prejuzga una Iglesia dividida en su seno, sino que confunde a la Iglesia con un grupo de poder y de interés más en un espacio público domesticado. Es la pretensión de disciplinar la Iglesia, de hacer inofensiva la naturaleza intrínsecamente pública de su enseñanza y su liturgia.
En su tesis Tortura y Eucaristía, dirigida por S. Hauerwas, William T. Cavanaugh sostendrá que la Iglesia no es una asociación particular, sino la única verdaderamente católica. Para resistir a la violencia del Estado, la Iglesia debe salir de su privatización y
reencontrar una palabra independiente, no para recuperar el poder estatal sino para denunciarlo. Como Cuerpo de Cristo, la Iglesia debe ser concebida como cuerpo público, como espacio social alternativo y autónomo. Es un cuerpo público por sus prácticas litúrgicas, por sus obras de misericordia, su poder de atar y desatar… Los cristianos no deben apoyarse en el Estado, puesto que él es el origen de sus problemas. Cuando los hambrientos no son alimentados, no debemos presionar al abultado presupuesto de Podemos, debemos alimentarlos nosotros: “¡dadles vosotros de comer!”.
La política como alternativa de la religión, como enseñara Marcel Gauchet, provoca la desertización de la sociedad civil y una revisión a la baja de los ideales ciudadanos. Se convierte en un escenario deshabitado. Debido a su propio triunfo, la secularización muere la muerte más irreversible, porque ha perdido todo el hechizo que le prestaba su contraposición a lo sagrado. La desaparición de su rival la priva de su razón de ser. El que pretendía “asaltar el cielo” nos enseña, por desgracia, una política del hombre sin el cielo. Y esto, no deja de ser desconcertante.