El premio llamado «Fronteras del Conocimiento» que le ha dado el BBVA a Peter Singer ya lo he analizado en otro sitio. El banco se ha disparatado en el pie, como se dice, o le ha salido el timo por la culata. ¿Por premiar a un filósofo partidario del infanticidio, de la pedofilia, de la zoofilia, del aborto eugenésico, de la carne sintética, de la ética utilitarista y de la eutanasia a mansalva? No tanto, aunque sus clientes y micro accionistas no estemos exultantes. El disparate es Singer pero el tiro en el pie del banco es haberse retratado en su fiero utilitarismo y en su inhumanidad de fondo. Todo el mundo se premia a sí mismo. O se proyecta en los premios que da. O proyecta su ideología subconsciente en el premiado que se atreve a defenderla o a divulgarla. Singer es un espejito mágico como el de madrastra de la Bella Durmiente.
El follón me ha servido para recordar al poeta José Luis García Martín, que tiene la ilusión de morirse sin haber recibido ningún premio. Admiro su postura. Nada más vivificante que darnos por muertos a las glorias de este mundo. A García Martín, tan de izquierdas, le extrañará verse en La Gaceta de la Iberosfera citado elogiosamente, pero espero que no lo considere como un premio —que yo le daría— y se lleve un disgusto. Sus razones para no querer recibir ningún premio no recuerdo habérselas leído, pero en su caso no serán ideológicas, sino literarias. Sabe —también es uno de nuestros mejores críticos— que un premio no añade ni un centímetro a la estatura literaria ni a la humana del agasajado.
Otro poeta que rechaza los premios que no le dan es Miguel d’Ors, que los merecería todos. Él sí que no los quiere por razones ideológicas. Digno hijo de su padre, don Álvaro d’Ors, sabe que más importante que la potestad es la autoridad, y él no se la reconoce al Estado actual. Tampoco quiere que le pongan una calle en ningún sitio. Yo entiendo sus razones, aunque esta vez no las comparto.
No las comparto porque, si diesen un premio gubernamental a Miguel d’Ors, eso significaría que el Gobierno se merece que Miguel d’Ors reciba un premio de ese Gobierno. Y la prueba irrefutable es que este Gobierno no se lo dará jamás. Está en ponerle estaciones como mausoleos o mastabas a Almudena Grandes.
Ahora está muy de moda el que presume de haber sido marxista en su juventud, como si eso fuese un timbre de nobleza. Yo, marxista, ni de joven ni de Groucho. Sólo pertenecería a un club que me aceptase como socio; y con los premios, lo mismo. Si alguien se atreve a darme un premio alguna vez, él estará reconociendo quizá mi supuesta valía, pero yo reconoceré, sin duda, su temerario valor.
Aquí está el punto de unión de la postura de José Luis García Martín con la de d’Ors, y la mía con la de ambos. Ninguno de los tres cambiaría jamás lo que tenga que decir por ver si así nos hacemos perdonar lo suficiente para que nos den un premio. García Martín, que piensa mucho más afín a los que mandan, cruza los dedos porque no quiere perder el halo romántico de su independencia. Y Miguel d’Ors puede estar muy tranquilo. Los que gobiernan no tienen ninguna pinta de ser de los que le vayan a premiar a él, ni aunque no quiera.
El poder premia a los suyos, como Peter Singer, defensor a ultranza del materialismo utilitarista y hedonista hasta el asesinato. Lo premian, esto es, se premian. La política no premia: se retrata o se refleja. Bien, si es buena; mal, si no. Sin más, siempre.