'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
Las reglas no escritas de la política
Por Alejo Vidal-Quadras
13 de octubre de 2016

El Consejo de Europa a través del GRECO -Grupo de Estados contra la Corrupción- acaba de dar un serio toque de atención a España sobre la falta de independencia judicial en nuestro país. De hecho, ocupamos a este respecto un vergonzoso lugar 73 entre 148 naciones clasificadas por el Foro Económico Mundial, a nivel similar a Irán e Indonesia, lo que sería para sacar los colores a cualquiera que no tuviera la piel de saurio de nuestra clase dirigente. Y en la Unión Europea ocupamos un oprobioso puesto 23 de los 28 Estados-Miembro. Esta es una característica de nuestra estructura institucional sumamente preocupante porque una justicia fiable e imparcial es uno de los elementos clave de las democracias constitucionales bien asentadas y su ausencia tiene consecuencias gravemente perniciosas sobre la economía, la seguridad física y jurídica y el conjunto del orden social.

Semejante fallo nació de la decisión del entonces Gobierno socialista encabezado por Felipe González apoyado por una mayoría absoluta en el Congreso y en el Senado en 1985 de suprimir la elección de la mayoría de los vocales del Consejo General del Poder Judicial por los propios jueces para reemplazarla por un método de cuotas partidistas a pastelear en el Parlamento. Se pronunció en aquellos días la famosa frase de que Montesquieu había muerto y bien cierto es que el insigne pensador y padre de la separación de poderes quedó profundamente enterrado para desgracia de los españoles. De todos los ejemplos de la invasión de los órganos constitucionales y reguladores por los partidos, probablemente este sea el más escandaloso, evidente y dañino.

Pero lo peor de esta triste historia que dura ya treinta años es que al llegar al Gobierno el Partido Popular en 1996 mantuvo esta tara de nuestro sistema político hasta 2004 en que los socialistas volvieron a La Moncloa. En las nefastas dos legislaturas de Zapatero el escarnio llegó al punto de aparecer en los medios una bonachona admonición del Presidente de la ceja al líder de la oposición comentando jocosamente que aquél no se podía quejar porque se había nombrado para ocupar la Presidencia del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial a “uno de los suyos”, ilustre magistrado, por cierto, que se vio obligado a dimitir por sus frecuentes visitas a hoteles de lujo cerca del mar debidamente acompañado sufragadas a cargo del erario. Todo muy edificante. No acaba aquí este bochornoso relato. Cuando en 2011 tuvo lugar de nuevo la alternancia y Mariano Rajoy fue aupado a la jefatura del Gobierno por una abrumadora mayoría absoluta después de haber incluido en su programa electoral como compromiso estrella la rectificación de la sucia maniobra de 1985 y la resurrección del Señor de La Brède, no sólo no lo cumplió, sino que hizo aprobar una reforma en sentido contrario. No querías caldo, pues dos tazas.

A la vez que España recibía este tirón de orejas procedente de Estrasburgo, la ciudanía conocía consternada otro episodio más, y son ya innumerables, de ese paraíso del saqueo del presupuesto en el que hemos vivido prácticamente desde la Transición. Nada menos que un plan de formación vía reuniones con alcaldes y mediante power point organizado por el PP para instruir a sus ediles sobre los trucos a aplicar a la hora de engañar al Tribunal de Cuentas y poder así burlar las leyes de financiación de partidos. Aunque se supone que la desfachatez ha de tener forzosamente límites, hay que reconocer que en la planta séptima de Génova 13 han batido récords insospechados. 

 Me refiero a estos dos casos para ilustrar una realidad que nos debe conducir si queremos sobrevivir como democracia presentable a la reflexión siguiente: Si bien un correcto diseño institucional pone a las sociedades humanas a salvo de la corrupción, la pobreza, el crimen, los abusos y el caos, tal como la Historia ha probado ampliamente, existe una condición previa para que precisamente esta deseable construcción normativa se produzca y nuestro devenir colectivo desde 1978 lo demuestra de manera palpable. Me refiero a las reglas no escritas de la política, a esa conciencia moral que, interiorizada por los responsables públicos y por los ciudadanos en general, orienta hacia las conductas honradas y hacia el establecimiento de mecanismos y cautelas que incorporados al funcionamiento del Estado nos protejan de nosotros mismos y que, por encima de nuestras pulsiones inevitables de codicia, afán de dominio, agresividad, pereza, egoísmo, soberbia, vanidad y lascivia, persigan la verdad, el bien común y la justicia. Mientras este espíritu que encuentra mayor satisfacción en el servicio a valores superiores que a las bajas pasiones de nuestra especie mortal no se implante en nuestras mentes y corazones, el Barón de Montesquieu seguirá siendo periódicamente asesinado, los alcaldes continuarán siendo entrenados para la delincuencia y España estará condenada al fracaso y probablemente a la desaparición.

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