«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El sádico tirano

30 de junio de 2016

Yo tenía un amigo sirio, Michel. Él me hablaba embobado de lo bonito que era su país, me quería llevar a las ruinas de Palmyra, y decía que Damasco antes de la guerra no tenía nada que envidiar a Barcelona como ciudad europea, cosmopolita, abierta. Ni a Londres, ni a Berlín. Conocí a Michel en la biblioteca, una de mis tardes de oposición consumida entre papeles. Él me pidió un folio, y después de aquello nos hicimos amigos. Pasé de estudiar aquel día por escucharle hablar de su país. Entonces hacía dos años de la guerra, hoy cinco. “¿Bashar Al-Assad?”, le pregunté. Él sonrió traviesamente hacia un lado, subió la cabeza, tragó, y luego ya me contestó. “Es mi colega”, me dijo. “En serio, él es oftalmólogo, como yo”. Nos echamos a reír.

Bashar Al-Assad hay que explicarlo como lo hacía Michel, no como un sádico tirano con sed de rebeldes, sino como un hombre que ni siquiera tenía pensado en su vida gobernar. Él estudió medicina en Damasco, sirvió como médico del ejército, e hizo su posgrado en Londres. “Era bueno”, decía Michel. Pero su hermano mayor, Basel, quien debía sustituir a su padre en el gobierno, murió. Y Bashar tuvo que volver muy a su pesar. Se casó con una licenciada en informática. De verdad, una mujer licenciada en Siria, y esposa del presidente, y sin velo.

Siria, país de mayoría musulmana sunní, lleva desde el año 63 gobernado por el partido Baath, y desde el año setenta gobernado por dirigentes de la familia Al-Assad pertenecientes a este partido, y podríamos decir que era paradigmático en cuanto a la convivencia religiosa. Algo realmente extraño sucedía en este lugar, debido a que la familia Al-Assad, de la tribu musulmana alawí, no consideraba que la religión islámica debiera imponerse como norma civil, y decretaba la libertad religiosa. Libertad religiosa en Oriente Medio, aunque nadie dé crédito, protegida en el artículo 3 de su Constitución con un tajante “El Estado debe respetar todas las religiones…” Los cristianos podían estudiar, podían ostentar cargos, podían ir a misa sin esconderse, la Navidad o domingo de resurrección podían celebrarse a nivel nacional, las mujeres podían ir tranquilamente sin velo por la calle… Pero Siria era más cosas. Un país muy seguro, el más seguro de Oriente Medio. Un país próspero, rico, avanzado, sin dependencia extranjera de crédito, con reservas de crudo nacionales, y una posición geoestratégica y comercial privilegiada. Quizá estos fueran sus pecados.

 “¡Es tan fácil venderle a Occidente la historia del dictador en un país árabe al que hay que liberar!” decía una misionera argentina del Instituto del Verbo Encarnado en Aleppo. Pero lo cierto es que pocas lecciones tiene que dar Occidente a uno de los países que fueron la cuna de la civilización. Hace escasas dos semanas, TVE dejaba escuchar mediante su reportero en Siria que “seguramente por miedo, pero aún no hemos encontrado a ningún sirio que quiera declarar en contra de su presidente…” Por miedo será.

Para Michel, la respuesta a todas las preguntas sobre este gobernante estaban en un solo hecho: “Bashar no ha abandonado Siria en guerra ni ha sacado a su familia de allí».

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