En España se ha instalado la fiebre de decir una cosa y, enseguida, otra completamente distinta con toda naturalidad, defendiendo encima que uno ni miente ni se contradice, sólo «cambia de opinión». Ha llegado al paroxismo con la amnistía. Pedro Sánchez prometió que no y ahora promete que sí y, al rebufo, la izquierda política y la opinativa se lanzan a decir frenéticamente «digo» donde dijeron «niego». O a decir «siego»… en la medida en que, mientras tanto, cosechan prebendas y puestecillos. Los vídeos superpuestos de las opiniones fluctuantes de Cristina Almeida y de Ignacio Escolar producen un bochorno intelectual inenarrable.
En otro artículo denuncié que el principio de no contradicción, el sentido de la realidad y la coherencia se han desvanecido. Un lector me pedía más profundización. Están cayendo tan bajo que profundizar es fácil. Cojamos impulso filosófico. El relativismo, por su implosión, produce sordera. Si todas las opiniones valen lo mismo, ya me quedo yo con la mía, que vale tanto como la que más, y me pilla más cerca. Tras ese indiferentismo, momentáneamente pacífico, el segundo momento es inmediato y peor. Se acaba generando violencia porque en la vida —especialmente en la vida pública— hacen falta acuerdos. Pero como las opiniones no se ordenan por un criterio de verdad, hay que imponerlas de otro modo. O sea, por la fuerza, ya se haga valer la del número de votos, la del poder económico de las empresas interesadas, la del dominio del relato o una mezcla de todas. La censura entonces deviene esencial. Tienen que evitar que proliferen opiniones contrarias, que socaven la unanimidad, que es el sueño húmedo del postmoderno líquido.
Sin verdad las palabras significan —como profetizó Humpty Dumpty en Alicia en el País de las Maravillas— lo que quiera… el que manda. El poder se erige en el único criterio de una verdad que ya no existe. Ni siquiera tiene que ejercer la violencia fáctica casi nunca, porque la gente se asusta motu proprio frente a la violencia latente de un poder institucional, ideológico, mediático o empresarial. Lo vemos en los muy frecuentes casos de quienes defienden exactamente lo contrario hoy que ayer, y también lo entrevemos en otros casos más sutiles —silencios espesos, ambigüedades volátiles, arrepentimientos raros, cálculos complejos…—, aunque éstos no queremos condenarlos sin pruebas ni vamos a hacer juicios de intenciones. Lo que se ve demasiado claro en casi todos los supuestos es el móvil, como ha explicado inmejorablemente el tuitero @Dukenan16: «Perdonar delitos a cambio de votos es inmoral. Y sí, ya sé que hay otros argumentos para defender la amnistía. Pero, si abrazas esos argumentos sólo cuando te hacen falta los votos, no son motivos, son justificaciones». Esto se puede generalizar. La gente abraza los argumentos casualmente (causalmente) cuando lo dice el jefe.
Contra esta situación, no encuentro mejor remedio que el «Sostenella y no enmendalla» de nuestro Siglo de Oro, que tanto se ridiculizó como tozudez hispánica. Mantener una opinión propia hoy por hoy contra viento y marea se está convirtiendo en un heroísmo personal, por supuesto; y en un bien comunitario de una manera más sutil. Impide que se activen los mecanismos totalitarios de la unanimidad. Sobre todo, cuando el «sostenella» va contra el poder, contra el interés, contra los bandazos de los argumentarios de tu partido o de tu empresa o contra el consenso impuesto. MacIntyre veía la salvación de las universidades en hacerlas un ámbito de desacuerdo obligatorio. Podríamos añadir que la salvación de la inteligencia tal vez dependa de hacer a cada persona un ámbito de desacuerdo opcional.
Hay que negarse a que te teledirigan la opinión, porque es un abuso especialmente humillante. Lo explicó a la perfección Paul Valéry: «Un ladrón sólo perjudica a los demás ciudadanos en lo que tienen de más vil. Quizá en lo que tienen de conforme con el ladrón y el robo. Un hombre que impone o quiere imponer sus opiniones, por mucho que alegue su fe o su convicción, perjudica a los ciudadanos en lo que tienen de más puro».
La facilidad con la que tantos se venden no quita, sino que urge más, si cabe, a la resistencia. Creíamos que librarnos de la verdad nos haría más soberanos y autosuficientes, pero ahora vemos a la servidumbre a la que nos conducían el relativismo y el subjetivismo (y la falta de agallas). Tomás de Aquino nos señaló el único baluarte: «La verdad no cambia a causa de la dignidad superior de aquel ante quien esa verdad es proclamada. Quien dice la verdad no es doblegado por aquel con quien discute». Ante la verdad que uno ve en conciencia sí cabe enmendarse, pero ante lo demás y los demás, sostenella, sostenella y no enmendalla.