'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
De lo sublime a lo ridículo
Por Alejo Vidal-Quadras
14 de octubre de 2014

No hay espectáculo más patético que ver a un mediocre aparentando grandeza. El separatismo catalán no tiene rival en este tipo de tragicomedias, en las que adopta actitudes y gestos pretendidamente heroicos para acabar demostrando lo que es: una pandilla de quiero y no puedo planteando desafíos a fuerzas que les sobrepasan y que acaban aplastándolos sin apenas despeinarse. Un par de ministros venidos de Madrid bastó para frenar los aspavientos seniles de Francesc Maciá en abril de 1931 y tres cañonazos disparados casi con desgana por el general Batet transformaron en un santiamén en octubre de 1934 a un desafiante Companys en un tembloroso guiñapo. Artur Mas sigue la tradición de sus antecesores y después de una serie de comparecencias para soltar discursos supuestamente históricos ha acabado protagonizando una rueda de prensa en la que ha anunciado su derrota disfrazándola de consulta de la señorita Pepys. No es posible llevar a Cataluña a niveles más bajos que aquellos en los que se arrastra desde que empezó esta broma del derecho a decidir.

España se encuentra en una etapa particularmente infausta de su devenir colectivo, en la que se debate entre las ásperas mallas del fracaso de su modelo productivo, de la corrupción desatada de sus instituciones y del descoyuntamiento de su unidad nacional, pero Cataluña está mucho peor que el resto de territorios del Reino. Si en España los responsables públicos roban en demasía, en Cataluña lo hacen a mansalva, con el impudor añadido de entregarse al saqueo del erario envueltos en banderas flameantes. Si las demás Comunidades Autónomas se encuentran endeudadas, la Generalitat ha entrado en bancarrota, sólo disimulada por las masivas transferencias de fondos de ese Estado que los independentistas quieren abandonar. Si la mayoría de políticos de más allá del Ebro demuestra un dominio escaso del idioma, los soberanistas catalanes rozan el analfabetismo. Si la violencia callejera se enseñorea de las ciudades españolas, en Cataluña reina el vandalismo desatado. Si los medios de comunicación mesetarios se dejan influir en exceso por el poder, la prensa catalana lame las botas de sus gobernantes hasta extremos abyectos. Si la sociedad civil española flaquea colonizada por los partidos, la catalana exhibe una cobardía y una adulación a los jerarcas del régimen nacionalista que despiertan vergüenza ajena. Y con estos mimbres podridos pretenden levantar una nación, cuando suerte tendrán si no acaban en la cárcel, pero no por violar el orden constitucional, sino por ladrones.

 

 

    

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