'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
Teherán 1979: El nacimiento del terrorismo islámico
Por Alejo Vidal-Quadras
13 de abril de 2016

Tras la caída del Muro de Berlín hubo quién anunció el fin de la Historia y el triunfo definitivo, por lo menos en el mundo de las ideas, de los principios de la democracia y la sociedad abierta. Sin embargo, una vez derrotados los totalitarismos del siglo XX, un nuevo enemigo, asimismo despiadado y letal, ha venido a sustituirlos como la principal amenaza al modo de vida y a la civilización occidental: el extremismo violento en nombre del Islam.

Para combatirlo, tanto en Siria, Irak, Libia, Nigeria o Yemen, como en las calles de Paris, Madrid, Londres, Bruselas o Nueva York, es necesario conocer y entender sus raíces ideológicas y su génesis en su formulación actual. Sin este imprescindible análisis, Europa y los Estados Unidos persistirán en sus políticas erróneas en Oriente Medio y los tremendos daños causados por esta fuerza maligna como pocas, seguirán aumentando.

La gran mayoría de los mil quinientos millones de musulmanes que hay en el planeta pertenecen a la rama sunita y sólo el 10% son chiítas. El cisma entre las dos apareció en las disputas por la sucesión de Mahoma a las que se añadieron posteriormente diferencias de orden doctrinal y teológico que fueron consolidando dos comunidades de fe distintas y en ocasiones enfrentadas. La semilla de lo que hoy llamamos fundamentalismo islámico se remonta al siglo XIII y fue una reacción a la agresión de los mongoles. El salafismo fue concebido por un clérigo sirio sunita, Ibn Taymiyyah, que llamó a los musulmanes a adherirse exclusivamente a las enseñanzas del Profeta y sus compañeros, excluyendo toda novedad surgida con posterioridad a los tres primeros siglos de existencia del Islam. Esta visión petrificada e inmovilista pervivió durante mucho tiempo, sin provocar cambios políticos o sociales significativos.

A principios del siglo XIX, tres maestros religiosos, Abdul-Wahhbab en Arabia, Wallullah Dehlawi en la India y Abdr Razzaq San´ani en Yemen, estudiaron juntos en la misma aula la obra de Ibn Taymiyyah y realizaron sus propias exégesis en sentido rigorista, propagándolas en sus respectivos países. Curiosamente, unas décadas antes, en el siglo XVIII, el chiísmo experimentó asimismo una profunda transformación en dirección contraria con la victoria de los Usulis sobre los Akhbaris, en la que una aproximación más racional e intelectual se impuso a otra de carácter rígidamente tradicionalista.

Por tanto, en la mayor parte de la población musulmana quedó instalada una concepción de su fe poco apta para una evolución modernizadora. Además, de manera creciente, el colonialismo en el norte de África, Oriente Medio y la India, indujo una progresiva utilización de la religión islámica como elemento identificador frente a las potencias europeas administradoras y la interpretación salafista, por su naturaleza cohesionadora, resultó especialmente apropiada para cumplir esta función política.

Acontecimientos de gran trascendencia sucedidos con posterioridad como la caída y desmembración del Imperio Otomano, el conflicto palestino-israelí, la independencia de Pakistán, el golpe norteamericano contra el Gobierno de Mossadeq en Irán, el fracaso del panarabismo nacionalista laico, la ocupación de Afganistán por la URSS y el colapso subsiguiente del sistema soviético, contribuyeron a sentar las bases de un islamismo militante y combativo y de la nostalgia por los tiempos gloriosos del Califato rico y todopoderoso en contraste con el atraso económico y la debilidad política de los Estados musulmanes contemporáneos. Un resentimiento y una frustración crecientes crearon el caldo de cultivo de la ola de odio y fanatismo que ahora padecemos en nuestro propio territorio.

Sin embargo, pese a todas las circunstancias descritas, ningún gobierno islámico anterior a la llegada de Jomeiny al poder en Irán en 1979, hizo una llamada a un Califato universal ni intentó derribar regímenes de países vecinos ni se constituyó en un agente desestabilizador de vocación global. Ni a Pakistán, que se declaró República Islámica, ni a Arabia Saudita, que se atribuyó orgullosamente la misión de guardiana y depositaria del Santuario supremo del Islam, se les ocurrió emprender campañas de este tipo.

La discontinuidad histórica y conceptual se produce con la proclamación de la República Islámica de Irán por el Ayatolá Jomeiny tras el exilio forzoso del Sha y la instauración de una teocracia implacable mediante una aplicación literal y brutal de la Sharia. Es Jomeiny, desviándose de la línea histórica del chiísmo, el que altera por completo el escenario y sacude a la comunidad musulmana mundial con su agresividad sin precedentes y su proyecto de hegemonía totalitaria.

La voladura de los cuarteles de los marines en Beirut, la toma de rehenes en la Embajada estadounidense en Teherán, el regreso de las lapidaciones, las ejecuciones públicas y las amputaciones, la misoginia desatada y el surgimiento de organizaciones terroristas islámicas como Hezbollah, Al Qaeda, los Taliban, Boko Haram o el ISIS, sunitas o chiítas, son hijos del pensamiento inhumano y atroz del Ayatolá Jomeiny.

Los rasgos esenciales del extremismo islámico terrorista son: a) el uso de la violencia para imponer la religión  b) el establecimiento de una tiranía cruel bajo en nombre de Alá  c) la conquista del mundo para someterlo a un Califato universal islámico  d) el desprecio absoluto por la mujer  e)  la consecución de los objetivos fijados sin respeto alguno por principios humanitarios o morales y f)  la excomunión y la aniquilación de los que se opongan a la ley islámica.

Este conjunto de reglas de comportamiento quedaron escritas de la mano del Ayatolá Jomeiny, que las consagró en la Constitución de su República Islámica, cuya lectura sería muy instructiva para los estrategas de las democracias occidentales.

El horror que nos acosa vio la luz en Teherán en 1979 y, más allá de episodios tácticos, sigue adelante impertérrito sin modificar su propósito final, en palabras del ex-presidente iraní Ahmadineyad, borrarnos de la faz de la tierra. Por consiguiente, cualquier ilusión de que Irán pueda ser nuestro aliado para estabilizar Oriente Medio y derrotar al ISIS es vana y, si la alimentamos, lo pagaremos muy caro.

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