En 2002, Gustavo Bueno publicó Telabasura y democracia, obra en la que analizaba las conexiones entre lo que los más simplistas, también los más pedantes, llamaban «la caja tonta» y la democracia de mercado pletórico, es decir, aquellas que van más allá de lo procedimental y ofrecen al consumidor, más o menos satisfecho, una amplia gama de productos. En su libro, el filósofo exponía de qué modo, una tal democracia, una nematología tal, por utilizar otros términos, necesitaba, se realimentaba, de cierta tecnología. Si en su momento, el protestantismo contó con la imprenta, las democracias occidentales contaron con herramientas masivas de propaganda, singularmente con la televisión, capaz de penetrar en el ámbito doméstico, capaz, hoy, por la vía celular, de llegar de un modo personalizado a quien elige, ya sea una camiseta ya una papeleta. En este contexto, en el de la realidad televisada, el bronco encuentro entre Zelenski, Trump y Vance, ha constituido algo más que un espectáculo.
Para los más exquisitos, Trump ha sido una suerte de Jesús Gil yanqui, un nuevo rico venido a más, que humilla a un pobre cómico en traje de faena (militar). Las formas pierden al déspota rubio, afirman quienes exhiben su piel más fina confortablemente calefactados por el gas ruso. Trump es, incluso, un putinejo, un tiranuelo que se mira en el espejo moscovita tras el que aguarda una U.R.S.S. que resurge empapada en fanatismo y vodka. Sin embargo, conviene evitar que los árboles, en este caso, los modales, no impidan ver el bosque geoestratégico en el que se dan cita las diferentes plataformas imperiales de la actualidad.
Fuera de plano, en el ángulo muerto, aguarda un cuarto invitado a una reunión que, gracias a las telepantallas, a la «caja tonta», fue accesible al gran público —ojalá algo igual con las conversaciones que el Gobierno de España mantiene con los golpistas en Suiza—, que pudo presenciar las vergüenzas que se ocultan tras la elegante fórmula de los arcana imperii. El gran ausente a la reunión es, naturalmente, China, principal rival de los Estados Unidos que han protegido, desde el Plan Marshall, a la Europa de la democracia y los Derechos Humanos que brotaron al tiempo que se disipaban las nubes hongo nucleares, evocadas por Trump cuando se refirió a una posible III Guerra Mundial.
Consumido el primer cuarto de siglo, Europa, que vio caer el Muro a principios de los 90, ha perdido su centralidad en el nuevo mapamundi, y su pretendida unidad hace aguas cuando se comprueba que el acuerdo de paz que se pretende presentar a los Estados Unidos, lo elaboran, el Reino Unido, país extracomunitario, Francia y Ucrania. En este escenario, España, cuyo ursuliano presidente, fiel observante de las políticas ambientalistas, afirmó en 2014 que el Ministerio de Defensa sobraba, debe establecer una política internacional realista, acorde con sus intereses, no con los de una élite afincada en Bruselas. Un plan que vaya más allá de la repetición de los habituales mantras irenistas y los cantos a una Europa sublime, con las notas del Imagine como fondo.