«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Voto a bríos

18 de enero de 2023

Leo un hilo de Twitter en el que un joven hace un repaso minucioso de razones para no votar a Vox en las que comprime sus prevenciones, precauciones y prejuicios. Luego los va desmontando pesarosamente uno a uno, para concluir que, a pesar de todas sus reticencias, no le va a quedar más remedio que cambiar el sentido de su voto. Me parece un hilo admirable. Y antes de que algún lector se ría de mí diciendo que ya sabe él muy bien por qué, responderé que también admiro a una amiga que, por WhatsApp, con constancia, me escribe o me deja mensajes de voz en los que desmonta cuidadosamente sus crecientes tentaciones de votar a Santiago Abascal. Le entran muchas ganas, me confiesa, por esto o por lo otro, pero se lo piensa mejor, sopesa aquello o lo de más allá, y, al final, decide que no. (Caigo en la cuenta de que todavía no me ha escrito después de lo de García-Gallardo, pero estará al caer —espero— porque ella es muy pro-vida.)

Me despiertan mucha ternura los que sopesan su voto como si fuese su papeleta la que inclinase la balanza de la gobernabilidad del país. Napoleón planeó muchas de sus grandes batallas con menos estrategias y derivadas que con las que éstos depositan su voto. Siempre me hizo muchísima gracia aquella boutade de Jorge Luis Borges, cuando aseguró, jugándose el Nobel —que naturalmente ya no ganó nunca— que él «descreía de la democracia, ese curioso abuso de la estadística». Por supuesto, si el conteo de las papeletas nos va a decir qué es el bien y es el mal, qué verdad y qué mentira, si un feto tiene derecho a vivir o no, si Dios existe, si somos una nación o veinte, etc., es para descreer de esa mágica contabilidad constituyente. No, en cambio, de la democracia como sistema menos malo, que reconoce sus límites ontológicos y se impone otros jurídicos, mientras que para todo aquello opinable, que es casi todo, prefiere contentar a la mayoría respetando a las minorías. Así a demócrata no me gana nadie. Aunque también en la imperfecta democracia de Churchill, lo del abuso de la estadística borgiano tiene otra lectura más de andar por casa. Estadísticamente, el voto de uno es irrelevante: una gota en el mar o un grano de arena en la playa. 

¿Quiero decir que no merece la pena tomarse con tantísimos bríos la cuestión de a quién votar o a quién no? De ninguna manera. Sólo que las preocupaciones tienen que consistir en hacerlo de acuerdo con los principios, la moral y la inteligencia de cada uno. Aplaudo la importancia que mis amigos dan al papel de sus papeletas: la importancia personal.

En tu voto ganas tú por unanimidad si votas de acuerdo contigo mismo; salvo que votes por el mal menor, que entonces te sale un resultado más dividido. En nuestro fuero interno, nos jugamos mucho. Ahí el voto es decisivo, fundamental, único. Por eso lo realista y lo ideal es tomarse el voto como una cuestión de vida o muerte. Para el Estado Estadístico no, por supuesto; pero para nuestro espíritu, donde rige la monarquía absoluta de nuestra conciencia, sí. Así lo encara más gente tras la polémica sobre la defensa (o —huy— no) del derecho a la vida en Castilla y León. 

La democracia más noble exige votantes que actúen —pueblo soberano— como príncipes electores, respondiendo ante Dios, en el caso de que sean creyentes, y ante la Historia y su conciencia, siempre. Además, tiene mucho más interés intelectual cada cual a solas batiéndose el cobre con su integridad que los grandes algoritmos, las campañas publicitarias, los cálculos de nichos de votos y las estrategias de marketing. Con una solemnidad que vuelve desdeñosa su espalda a la estadística y a la estrategia electoral, el voto de cada uno —¡en mi voto mando yo!— se eleva de categoría.

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