La violencia es una herramienta política de primer nivel y constatado éxito. En España, por ejemplo, hemos sido testigos de cómo a través de ella el País vasco se convertía en un territorio sociológicamente uniforme donde la mayoría de la población tiende a adaptarse como método de pura supervivencia. Cataluña se dio cuenta de que el plan era bueno y comenzó a hacer lo mismo con grupos de guerrilla urbana que ya estaban escalando hacia el terrorismo justo en el momento en el que el presidente con menos escrúpulos de la historia de España se sacara de la manga un anillo para amnistiarlos a todos.
Pero un gobierno legítimo —éste nunca lo fue— no puede utilizar la violencia abiertamente para conseguir sus objetivos. Pedro Sánchez no se puede comportar como Al Capone, aunque tenga sus mismo códigos morales. Sus estrategias no pueden ser las de un capo mafioso, por eso necesita crear tensión de alguna manera, para que la violencia aparezca «espontánea». José Luís Rodríguez Zapatero se lo dijo cuando creía estar con el micro cerrado a Iñaki Gabilonado, periodista de Corte del PSOE durante décadas: «Nos conviene que haya tensión»… y vaya si les convino.
Ese «nos», no iba referido a los ciudadanos de bien, ni a los obreros, ni a los de abajo, ni a las clases populares y mucho menos a las medias; iba referido a ellos, a todos los que viven del partido.
Hay muchas formas de generar tensión, la manera más rápida es hacer saltar una chispa que active el conflicto, y para hacer saltar esa chispa hay un variado abanico de estrategias que los mandos policiales en la cúspide de la pirámide jerárquica llevan desplegando décadas al servicio de las élites políticas. Una de ellas, muy propicia para el contexto de estos días, es la de visibilizar al enemigo. Ponerlo enfrente. Esto hace que una protesta pase a tener objetivos, y de los gritos se escale a otros métodos menos pacíficos. Y aquí es donde entran en juego aquellos a los que Rosa Díez denominó escudos de la democracia: los antidisturbios.
Ninguna sede socialista en España fue vallada, a pesar de que se convocaron protestas en todas, sólo la de Férraz. En ninguna hubo disturbios, sólo en la de Férraz. Marlaska —malvado, sí, pero listo también—, ya estaba tirando el hueso. Si en los demás sitios se cantaban canciones indignadas, en Ferraz ya había una línea de antidisturbios detrás de la valla hacia la que dirigir la ira. El plan es más viejo que el hilo negro y está diseñado para desfocalizar la atención y por lo tanto diluir la responsabilidad. En los días siguientes, la mitad de las noticias en los medios ya no hablaban del Gobierno y su plan, sino de las cargas policiales.
El problema es que en las manifestaciones de estos días frente a las sedes socialistas no había expertos en violencia como los CDR catalanes o los abertzale vascos, había familias, niños, personas mayores y gente de orden, así que la tensión generada frente a la valla no lograba hacer saltar la chispa; al contrario, los presentes lanzaban expresiones de cariño a sus policías.
Había que aumentar la tensión. Para más inri, había hecho acto de presencia un líder político, Santiago Abascal, y la valentía de enfrentarse al poder, el autócrata, la hace pagar cara. El relato debía relacionar la presencia del líder de Vox con la violencia.
Entonces aparecieron unos botes de gases lacrimógenos caducados, del tiempo que hacía que no se empleaban en Madrid. La última vez, en las mal llamadas «marchas de la dignidad» y después de que el escenario en las calles se convirtiera en una zona de guerra con grupos organizados generando violencia, y autorizados (los gases), sólo después de que hubiera varias decenas de policías heridos.
Aquí no se permaneció estoicamente durante horas escuchando las órdenes de «aguantad» habituales, no. Aquí, en el mismo momento en el que aparecieron un puñado de ultras, viejos conocidos de los policías, y comenzaron a zarandear la valla, primero fumígenos y luego lacrimógenos, las herramientas ideales para generar caos y que ese caos justifique la utilización de la fuerza. Marlaska pasaba a dirigir el relato, y la izquierda es eso: relato.
La estrategia, por supuesto, la elige un reducido equipo de mando, integrado por el delegado del Gobierno y algún político de uniforme escogido por libre designación. Un delegado del gobierno, que como los otros 16, no sabe nada de ciencia policial y mucho menos de orden público. Un ingeniero de montes llamado Francisco Martín Aguirre, sin ninguna capacidad para la misión encomendada pero con el carné del partido.
Pero hete aquí que lo de los gases era tan indefendible que hasta los sindicatos policiales salieron a pedir el cese del Sr. Martín, que obviamente no fue destituido y mucho menos dimitió. ¿Por qué habría de hacerlo si no hizo lo propio la ministra que impulsó una ley que beneficiaba a más de mil agresores sexuales y dejaba libres antes de tiempo a más de cien? ¿Qué puede haber más grave que eso? Y nada.
Al día siguiente el equipo de mando cambió de estrategia e hizo lo que debía haber hecho el primer día, embolsar por detrás a los violentos, apartarlos del resto y proceder a su identificación y, en su caso, detención. El problema es que embolsaron desde tan atrás que la táctica encerró a miles de manifestantes pacíficos, incluidos mujeres, niños y ancianos junto a los violentos. Unos huían de la cabecera donde la Policía empezaba a cargar y otros corrían hacía ella al verse sorprendidos por detrás. ¿Se imaginan las escenas de caos? Una persona mal pensada podría llegar a creer que la estrategia tenía un claro propósito.
Y, ojo, que entiendo la indignación del honrado ciudadano, pero es mi deber explicar aquello que deberían explicar los gabinetes de comunicación policiales y no hacen para no desvelar el truco, y porque también están al servicio del actor político de turno.
La UIP funciona de forma colectiva: con equipos, subgrupos y grupos. Cuando se mueven, se mueven todos juntos y nadie puede tomar decisiones de manera individual por pura cuestión de supervivencia. Por eso es la unidad más militarizada y jerarquizada de la Policía, porque desarrolla parte de su trabajo en escenarios muy violentos. El policía de a pie no puede decidir salirse de la línea, correr, parar o utilizar este o aquel material antidisturbios; y no puede porque no tiene la secuencia completa, apenas ve lo que hay a unos metros frente a él, porque además los cascos limitan la visión periférica, así que confía en que las órdenes que escucha de la voz de mando a través del receptor que tiene en la oreja, sean las correctas. Sólo ese grupo reducido de personas tiene toda la información de lo que pasa delante, detrás y en los flancos. Son ellos los que la reciben en tiempo real de los jefes de grupo, los policías de información desplegados por la zona y el helicóptero en su caso, el dibujo real de los acontecimientos sobre el terreno. Son ellos, pues, los que valoran si es necesaria una carga, avanzar, retroceder o la utilización de fumígenos o lacrimógenos.
Pedirle a un agente de la UIP que utilice material antidisturbios no es una orden ilegal y mucho menos «manifiestamente ilegal», que son las únicas que podemos desobedecer porque el legislador quiso dejar claro con ese «manifiestamente» que no le interesa nuestra opinión. Y eso es normal, si cada uno de los más de 200.000 policías que hay en España decidiera en base a su opinión qué leyes cumple y hace cumplir, imagínense el caos. Los límites en la obediencia están en el derecho natural: no matar, no robar, etc. no en lanzar un fumígeno o un lacrimógeno. Y pedirle a un padre de familia que lo arriesgue todo desde la comodidad del que no arriesga nada en Twitter o en la tertulia vespertina de turno está muy bien, pero es que aquí siempre nos exponemos los mismos, porque estos mismos son los que tuvieron que cancelar las vacaciones con sus familias de un día para otro para ir a que les partieran la cara en Cataluña, mientras el equipo de mando en aquellos días ordenaba aguantar.
Teníamos un bolso como presidente en aquellos días. Algunos de ellos fueron insultados, amenazados y agredidos; sus hijos señalados en los colegios. Otros, los que allí vivían, tuvieron que cambiar de domicilio por las amenazas. Y otros más fueron agredidos salvajemente hasta dejarles casi inválidos y retirados del servicio. 45 todavía siguen imputados en causa criminal con lo que eso implica para la tranquilidad de sus familias. Son estos escudos de la democracia los que ahora tienen que aguantar que un perfil de redes con la foto de un mono con una banana les llame perros del sistema y vendidos.
Y sí, ya lo sé, que los malvados perros del sistema dieron palizas a niños y ancianos. También lo hicieron en Cataluña y antes en las manifestaciones de Rodea el Congreso, Y si allí «agredimos física y sexualmente a una independentista» en lo que acabó siendo un pequeño esguince de meñique; aquí rodeamos, reducimos y detuvimos a un anciano por no hacer nada, aunque luego sólo lo sacáramos en volandas fuera de una multitud que le animaba a cruzar una calle de seis carriles abierta al tráfico, para llevarle a una zona de seguridad y desde ahí que fuera donde quisiera. Lo de los vídeos cortados para que se vean justo los 30 segundos donde la policía reprime, sin un antes y un después, marca de la casa Pablo Iglesias y amigos, lo dejamos para otro día. Además, la derecha también tiene derecho a su relato.
Pido que no se confunda al enemigo, que no se saque de foco a los verdaderos culpables, que nose diluya la responsabilidad entre muchos. Son unos pocos, de uniforme o de traje, pero unos pocos. Juntos somos más fuertes y el tipo debajo del casco que recibe insultos, llegado el momento, se jugaría la vida por nosotros sin dudarlo.
Mañana, otra vez todos a Ferraz. Hay que parar el golpe.
Samuel Vázquez es presidente de Una Policía para el siglo XXI.