El trato brutal a una niña de un año y medio en una guardería de Torrejón de Ardoz ha conseguido — no es fácil— poner de acuerdo a todos los españoles. La indignación ha sido unánime. Uno apenas puede acabar de ver esas truculentas imágenes en las que una cuidadora zarandea, grita y fija contra la pared a una niña cuyo llanto de desesperada impotencia no encuentra más que una odiosa indiferencia a su alrededor. Instintos primitivos, pero no por ello equivocados, se apoderan de cualquier persona moralmente sana cuando ve esas imágenes.
No es la primera vez ni será la última. Periódicamente salta la noticia, indignante pero fugaz, de un nuevo caso de maltrato infantil en una guardería. Durante unos días acapara la atención, la gente lo comenta con su entorno en un ejercicio de descompresión de la rabia, pero finalmente la actualidad política y otras novedades entierran en vida la noticia. Por otra parte, los casos que se llegan a conocer y que además han sido grabados representan, obviamente, una gran minoría, son sólo la punta de un iceberg de proporciones incalculables pero que se intuyen colosales. La probabilidad de que una cuidadora maltrate a un niño delante de otras cuidadoras, de que a estas otras les sorprenda o indigne ese maltrato, y de que además se les ocurra grabarlo, es muy reducida.
Cuando se conocen estos casos de extrema crueldad en los que, dejando aparte las frías convicciones teóricas, uno desea espontáneamente que regresen las ejecuciones públicas, los medios de comunicación suelen titular la noticia de esta manera: «la guardería de los horrores». Me parece bien, pero creo que se pierde de vista algo mucho más profundo, y es que toda guardería es en sí misma, intrínsecamente, un horror. Por supuesto que hay que denunciar con mayor énfasis e indignación los casos particulares de maltrato, pero debería parecernos intolerable el propio hecho de que existan y sean necesarias las guarderías. El hombre moderno pasa junto a ellas sin inmutarse, como si fueran formaciones naturales o en todo caso un servicio tan antiguo como las tabernas o las peluquerías. Pero en realidad la guardería es un invento relativamente reciente.
Fue en la Revolución Industrial, hace apenas doscientos años, cuando comenzaron a crearse los primeros centros de internamiento infantil como un anexo de las fábricas. Allí los padres dejaban a sus hijos como dejaban su sombrero a la entrada para recogerlo a la salida. Esta fue la primera gran estocada del materialismo a la familia, la primera vez en la historia en que se antepuso la producción a los propios hijos. Se abandonó al ser humano en su etapa más indefensa y crucial para producir cosas para el ser humano, se le quitó lo que necesitaba, lo único que necesitaba, a su madre, para darle en su lugar mil cosas que hasta entonces no había necesitado.
Sin embargo, todavía estos centros de internamiento eran muy rudimentarios. Con el tiempo abandonaron el entorno industrial, se fueron urbanizando. Lo más parecido a lo que hoy conocemos por guardería fue inventado por un alemán, Friedrich Fröbel, en 1837. Lo llamó Kindergarten. ¿Hace falta algo más para desacreditar las guarderías? Los alemanes han inventado pocas cosas, pero todas han sido letales: el gas mostaza, el éxtasis y el luteranismo. La guardería es otra de las ocurrencias de ese pueblo misántropo que aparece en la foto de todos los episodios perjudiciales para la humanidad.
Pero la Revolución Industrial no hubiera podido separar a los hijos de sus madres si antes no hubiera convencido a las mujeres de que con esa separación no se les arrebataba algo, sino al revés, se les otorgaba, y no se les otorgaba cualquier cosa, sino lo más valioso de la vida: la libertad. La Revolución industrial necesitaba mano de obra extra, pero no podía arrancar a los hijos de los brazos de sus madres a la fuerza, no, de ese modo se hubieran resistido. Había que ser más astuto, conseguir que fueran las propias madres las que suplicaran dejar a sus hijos para poder trabajar y así ser liberadas de una esclavitud ficticia. Así es como nace y se consolida el feminismo, mera palanca de la industrialización. Por supuesto, pronto la economía se adaptó a esta nueva situación, y lo que comenzó siendo una «elección» de la mujer acabó siendo una obligación, pues el sueldo del hombre dejó de ser suficiente para mantener un hogar. Si al materialismo le das la mano, te coge todo el brazo.
Lo que el feminismo parece que no tuvo en cuenta es que toda mujer pasa primero por una etapa llamada «infancia». Si las mujeres adultas trabajan, las niñas deberán ser encerradas en unos centros para que gente extraña las cuide, para que gente que no las ama las custodie. La contradicción es evidente: el feminismo que pretendía liberar a la mujer ha acabado por encerrarla antes de que pueda protestar. Pasa los primeros años de su vida recluida en un campo de concentración multicolor, separada de su madre, cuidada al por mayor, expuesta a todo tipo de desatenciones y abusos, y todo para que ella misma, cuando sea adulta, pueda trabajar y encerrar a sus hijas en el mismo lugar. Con liberaciones como esta ¿quién necesita la esclavitud?
Sólo una época corrompida hasta la imbecilidad ha podido normalizar la presencia de esos almacenes humanos donde, en su etapa más vulnerable y decisiva, el hombre pasa los primeros años de su vida. El hecho de que cada centro acoja sólo a un pequeño grupo de niños no debe anestesiar nuestra conciencia ni rebajar nuestra impresión, pues al fin y al cabo, sumando todos esos centros, lo cierto es que cada día cientos de millones de niños son encerrados. Si todos ellos fueran reunidos en un único centro inmenso quizá nos daríamos cuenta de la barbaridad, entonces ya no parecería una hipérbole llamar a la guardería «campo de concentración». Y sin embargo, ¿cambia en esencia algo el hecho de que esos centros estén repartidos por todo el mundo? ¿No son, al fin y al cabo, el mismo número de niños encerrados y separados de sus padres?
Las guarderías son la alfombra bajo la que el feminismo ha ocultado a los niños para aparentar que la casa está limpia. Barridos hacia la oscuridad como pelusa indeseada, esos pequeños estorbos ya no nos salen al paso como un constante recordatorio de la mala planificación del progresismo. Escondidos alivian la mala conciencia, la sociedad se convence de que todo está en orden, de que la incorporación de la mujer al mundo laboral es totalmente compatible con la vida y no ha supuesto ningún inconveniente para el ser humano, que se ha llevado a cabo sin daños colaterales. Tan sólo unos cientos de millones de niños separados de sus padres, forzados a una orfandad intermitente, exiliados de sus hogares y pasando cientos, miles de horas junto a mujeres desconocidas que a la vez fueron abandonadas por sus madres. Pero, ¿qué es eso comparado con la sensación de saber que somos modernos?