A inicios de la pasada legislatura, Santiago Abascal acusó a Sánchez de ser un presidente ilegítimo. La falta de legitimidad se sustentaba, impecablemente, en que había mentido durante la campaña electoral de forma pública y notoria sobre cuestiones de hondo calado al pueblo español y especialmente a sus votantes. Había negado no tres sino muchas más veces que pactaría con los restos del Partido Comunista y de todos los grupúsculos de izquierda woke y globalista acogidos bajo las siglas de Podemos; había negado que pactaría con EH Bildu, el partido que representa hoy al entramado ETA, que pactaría con ERC, el partido separatista golpista. Y luego no tardó ni una semana en hacerlo.
Con ello, se recuperó para nuestra historia política el debate entre legalidad y legitimidad. Ayer, Santiago Abascal, en un emocionante discurso de ilusión y esperanza dirigido al pueblo español tras la vergonzante constitución de la Mesa del Congreso —dejo para otros la valoración del comportamiento del Partido Popular— insistió en la idea de que la eventual y previsible conformación de un gobierno del Partido Socialista con el apoyo directo, explícito, y bajo contraprestación ilícita, de los partidos separatistas era un gobierno ilegítimo. Esta vez, sin embargo, no ha mentido en campaña; y salvo un porcentaje —nada desdeñable por otro lado— de votantes inconscientes, huérfanos de información libre y emponzoñados por la propaganda masiva de los medios de allá y de acullá, quienes votaron al PSOE, Sumar, ERC, PNV, Bildu o Junts eran conscientes de esta probabilidad y, a pesar de ello, lo hicieron.
¿Que no haya habido esta vez un engaño preelectoral hace legítimo al gobierno que pueda surgir de ese nuevo frente popular separatista? Por supuesto que no. El Gobierno de Sánchez, apoyado en los partidos que promueven y ejecutan diariamente acciones contra la unidad de España es un Gobierno ilegítimo. Fue ilegítimo por mentir y será ilegítimo, de origen, por su fin y por su objeto.
La Constitución de 1978 establece que ella misma se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles. Tal declaración, brillante y vibrante, no es sólo el resultado de un momento de lucidez de los redactores, sino que era una lógica constatación de la realidad de las cosas. Ese artículo 2 tiene dos partes perfectamente diferenciadas. Una primera donde con valor de principio y fundamento se declara que sin nación, o con una nación descompuesta o deteriorada, la legalidad constitucional es un velo insoportable que hay que levantar. Y una segunda parte donde el constituyente añadió «y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».
La diferencia es decisiva. La primera parte es derecho y fundamento de legitimación del orden constitucional. La segunda es mera ley constitucional. La primera parte constata una realidad preexistente que se convierte en la regla y fundamento de todo el edificio político y jurídico. La segunda parte es creación temporal y contingente. La unidad de España es originaria y previa a la ley constitucional. La burda e injusta distinción entre regiones y nacionalidad es una creación, ex novo, hacia el futuro.
Lo que es fundamento es cimiento, pilar, sustento; es raíz y raigambre. Tiene un sentido de permanencia y de arraigo histórico. Con esa primera declaración, la Constitución de 1978 declara que ella misma acoge, asume y se adhiere a la sucesión jurídica, histórica y política de España desde el III Concilio de Toledo y el Fuero Juzgo de Recesvinto. La Constitución del 78 se reconoce a sí misma como algo adjetivo, formal o transitorio frente a lo sustantivo, material o permanente que es la nación española, que es el único y verdadero sujeto constituyente, tal y como proclama el artículo 1º: «España se constituye».
La segunda parte no tiene ese carácter constitutivo, pues se enmarca en la parte orgánica del texto al dar lugar a la creación «artificial», «formal», por supuesto, de nacionalidades y regiones. Dejemos a un lado ahora la discusión acerca de la irresponsabilidad de incluir el confuso concepto de nacionalidad como concesión al separatismo —que ya por aquellos tiempos extorsionaba, secuestraba y asesinaba españoles en las calles de Vascongadas, Navarra, Madrid o Barcelona— o de la deficiente técnica que dejó al Estado huérfano de medios directos, compulsivos, ejecutivos sin recurso, para combatir la norma regional ilegal o ilegitima.
Es evidente la diferencia de grado y cualidad. Sólo una cosa es fundamento: la indivisibilidad e indisolubilidad de la nación española. De esta forma, si España desapareciese como sujeto político, la Constitución quedaría no ya derogada sino aniquilada, como norma muerta, pues su sustento y fundamento habría desaparecido, del mismo modo que una planta fenece si sus raíces son arrancadas de cuajo. En cambio, si se derogase, limitase o restringiese la parte segunda, y con ello el Título VIII de la Constitución, España, fundamento del orden jurídico y político, seguiría viva, y vigente la Constitución; pues no estaríamos sino arrancando una rama que condena al resto del cuerpo de la nación.
En esa indivisibilidad e indisolubilidad, esto es, en la unidad esencial de la nación española, se halla la legitimidad del poder estatal y del entero sistema democrático. El Estado es por y para la nación española. La Constitución es por y para la nación española. Por su preexistente unidad, y para preservarla, protegerla, conservarla y enriquecerla. Todo lo que atente, ataque, aceche o combata su unidad es ilegítimo. Todo lo que la promueva, asiente, cuide o cultive es legítimo.
La situación es excepcional y gravísima. Suenan a rancias las declaraciones «habituales» sobre la legalidad. Rancias e hipócritas. Durante décadas, en cátedras universitarias y púlpitos políticos se ha sostenido —imperturbables, mientras nuestros compatriotas eran asesinados con la complacencia y el apoyo de algunos partidos, o se asaltaban las instituciones regionales para desde ellas socavar la unidad, la convivencia, la paz y los derechos de los españoles— la teoría de que la única legitimidad es la legalidad y que los Estados democráticos de derecho no conocen más legitimidad que la legalidad. Quienes lo han hecho y escrito son también responsables del desastre.
Precisamente, para evitar que el principio de legalidad se convierta en la tiranía de los números —ya lo hemos visto demasiadas veces—, el Estado de Derecho no puede buscar su legitimidad exclusivamente en la propia legalidad; pues carece entonces de recursos si la «legalidad» se torna contra él. El Estado no puede ser neutral cuando está en riesgo la comunidad cuya unidad, paz y seguridad debe salvaguardar.
La legitimidad del Estado y del poder estatal soberano se halla exclusivamente en la indisoluble unidad de la nación. Así, el artículo 1.1 dice que “España se constituye…”; España como sujeto político preexistente al «consenso constitucional»; de inmediato el art. 1.2 declara que “la soberanía nacional corresponde al pueblo español del que emanan los poderes del Estado”, y el artículo 2, ya transcrito, cierra el círculo. Sólo es legítimo pues en España el poder estatal que asume como primer deber y fin irrenunciable preservar, conservar, enriquecer y promover la unidad de la nación y de los españoles, como sujeto político soberano. Esa, y no otra, es la legitimidad del poder.
Luego ese poder legítimo deberá desplegar su acción política dentro de la legalidad, por supuesto, para preservar el orden político y la paz social, cuyos fundamentos son la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás, como reza el art 10.
Sólo así puede salvarse la coherencia de un modelo constitucional de organización territorial del poder que, indiscutiblemente, con su desarrollo autonómico, ex Título VIII, Estatutos de Autonomía, Leyes orgánicas de transferencia y delegación y con el Tribunal Constitucional como dudoso defensor, lleva la semilla de la desunión, la ruptura y la disolución de la unidad esencial de nuestro ordenamiento jurídico y de la comunidad nacional. Cuantos lo hemos denunciado, hemos sido tachados, etiquetados, vituperados, calumniados. Pero si París bien vale una Misa, ¡imagínense lo que vale España!
¡Como si fuésemos a ceder por un par de calumnias ad personam cuando lo que está en juego es nuestra misma pervivencia como comunidad nacional, la convivencia y la paz social!
Por ello, también carecen de legitimidad —por atentar directamente a la unidad de la nación española— las leyes liberticidas que buscan enfrentar a los españoles por razón de su pasado personal o familiar como la Ley de Memoria Histórica o Democrática, o enfrentarles por razón de su sexo como las leyes de identidad de género, violencia de género o similares. Aunque eso puede dejarse para otro día.
Porque esa ilegitimidad política, histórica y jurídica de atentar contra la unidad de España es el delito más grave. Es pecado contra el espíritu y fundamento de la Constitución, y no sólo contra la letra, mudable y contingente. Y la unidad de la nación, que es comunidad, no se manifiesta sólo desde el punto de vista territorial sino desde el punto de vista histórico, jurídico y espiritual.
Cuando escribo jurídico me refiero no a la ley o a la legalidad dada en un momento dado sino, superando todo positivismo puro, al Derecho mismo, a la Justicia, a lo que es recto y debido, considerado un bien. Y cuando escribo espiritual no lo hago equiparando espíritu a fe religiosa y menos aún a fe en una determinada confesión, sino a todos esos lazos o vínculos materiales, no formales o contractuales, que unen a los españoles de hoy con los de ayer y los de mañana; a los españoles de aquí y los españoles que están allende las fronteras e, incluso, a los españoles de América, que son todos, como recuerda vibrante el profesor Gullo.
Ahí se halla la línea divisoria esencial entre lo legal y lo legítimo que dibuja nuestra Constitución en sus dos primeros preceptos. ¿Usted es licenciado en Derecho y no se lo explicaron en la Universidad? Seguro. No tiene usted la culpa de que los profesores de Derecho Constitucional repitan a Kelsen, y a Habermas como papagayos. ¿No es licenciado en Derecho y tampoco se lo había oído a ningún político? Seguro también. Porque en eso consisten los Estados de partidos; en secuestrar las instituciones hasta hacerlas tan neutrales que son incapaces de defenderse a sí mismas.
Hoy en día hay vigentes en España decenas de leyes que atentan y violentan el orden legal, pues o no han sido recurridas ante el TC por la vergonzante componenda del bipartidismo o, habiéndolo sido, el TC ha desestimado los recursos, imponiendo la fuerza de las mayorías políticas que han usurpado el Tribunal Constitucional. Y peor aún, hoy día hay vigentes en España centenares de leyes, miles de resoluciones, decretos y mandatos de la Administración, que son abiertamente ilegítimos, pues conducen a la división, ruptura o disolución de la nación; como por ejemplo, privar a nuestros niños de su derecho a ser educados en español.
Es el mismo artículo 2 de nuestra Constitución el que nos obliga a tal conclusión. Hemos de reivindicarlo como el artículo que alumbra la sustancial distinción entre legalidad y legitimidad, y que nos permite dar luz a la realidad y esperanza a una nación española que ve como sus élites caprichosas e irresponsables, políticas, económicas y mediáticas, la llevan irremediablemente al colapso social con tal de mantener sus privilegios.
Por eso Santiago Abascal tenía y tiene razón.