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TRIBUNA | FRANCISCO JOSÉ CONTRERAS |

21 de mayo de 2023

Lo que significa la nueva sentencia sobre el aborto

Sede del Tribunal Constitucional en Madrid. Europa Press

Tras la Segunda Guerra Mundial, muchos países de la Europa democrática se dotaron de nuevas constituciones; entre ellas, la principal referencia es la Grundgesetz, «ley fundamental», de la República Federal Alemana, 1949. En las décadas anteriores, el dogma kelseniano «el Derecho puede tener cualquier contenido» (pues lo que define a la ley no es su calidad moral, sino su validez formal) se había demostrado trágicamente real: los totalitarismos fascista y comunista se habían servido del Derecho —por ejemplo, las leyes de Nüremberg, 1935— para pisotear la dignidad humana. Había que recuperar el nexo entre Derecho y moral: un nexo que, antes del positivismo jurídico, venía dado por la idea de Derecho natural. Aunque en la segunda posguerra se dio un renacer del iusnaturalismo —Radbruch, Maihofer, etc.—, el procedimiento escogido para evitar nuevas utilizaciones criminales del Derecho será más bien la incrustación en la Constitución de una lista de derechos y principios intocables. Para blindarlos, se hace a las constituciones más rígidas (prácticamente irreformables en su parte dogmática) y se crean órganos como el Tribunal Constitucional alemán —imitado en 1978 por el constituyente español— a los que se encomienda la labor de garantizar la coherencia de la legislación con los principios constitucionales. De esta forma se pensaba evitar que, como en la URSS o la Alemania nazi, gobernantes inmorales volviesen a aprobar leyes criminales. 

Sentencias como la dada a conocer esta semana por el Tribunal Constitucional español —sobre la ley del aborto— demuestran que la idea neoiusnaturalista implícita en las constituciones post-1945 —en cuyo centro habita un «coto vedado» (Garzón Valdés) de derechos intangibles— está fracasando. Está fracasando porque está siendo traicionada por los jueces: en nuestro caso, los magistrados del TC. Y el instrumento de esa traición es la doctrina de la «interpretación evolutiva», que concibe a la Constitución como un «documento vivo» que debe ser interpretado a la luz de «las nuevas necesidades y valores» de la sociedad. En aras de la interpretación evolutiva, los jueces progresistas pueden obligar a la Constitución a significar lo contrario de lo que dice: por ejemplo, el artículo 32 («el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio») ahora significa también «el hombre y el hombre» y «la mujer y la mujer». Y, en virtud de la sentencia anunciada la semana pasada, el artículo 15 («Todos tienen derecho a la vida») ahora significa: «tienen derecho a la vida todos menos los fetos de 0 a 14 semanas de vida [o las 22, si están afectados por minusvalías]».

Los constituyentes post-1945 quisieron blindar la validez eterna de los derechos incluidos en la Constitución haciendo prácticamente irreformable el sancta sanctorum de su declaración de derechos. Ahora ese blindaje ha saltado por los aires: la «interpretación evolutiva» permite una reforma de facto que vacía de contenido los derechos sin necesidad de derogarlos formalmente. Y el que ha abierto la puerta de las murallas ha sido precisamente el alguacil de la fortaleza: el órgano al que se había encomendado la protección de los principios constitucionales. 

La doctrina de la interpretación evolutiva significa que todos los derechos quedan a merced de lo que exija «el progreso» según el juez progresista de turno. En este caso, «el progreso» exige que se declare constitucional el derecho a matar al ser humano en gestación. Para conseguirlo, los magistrados no sólo pisotean la letra del artículo 15 —en el que se escribió «todos», en lugar de «todas las personas», precisamente para incluir a los fetos, pues el Código Civil establece que se adquiere la condición jurídica de persona con el nacimiento (aunque «al concebido se le tendrá por nacido para todos los efectos que le sean favorables»)—, sino también la propia jurisprudencia consolidada del Tribunal Constitucional: en sus sentencias 53/1985, 212/1996 y 116/1999, el TC había afirmado que la vida del nasciturus es un bien jurídico merecedor de protección. Recordemos el Fundamento Jurídico 7 de la sentencia de 1985, hoy reducida a agua de borrajas: «El derecho a la vida, reconocido y garantizado en su doble significación física y moral por el art. 15 de la Constitución, es la proyección de un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional —la vida humana— y constituye el derecho fundamental esencial y troncal en cuanto es el supuesto ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible. […] Esta protección que la Constitución dispensa al nasciturus implica para el Estado con carácter general dos obligaciones: la de abstenerse de interrumpir o de obstaculizar el proceso natural de gestación, y la de establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida, incluya también, como última garantía, las normas penales». Es cierto que, en su Fundamento Jurídico nº9, la sentencia de 1985 reconocía que el legislador «puede tomar en consideración situaciones de conflicto” en las que el bien jurídico de la vida prenatal entre en colisión con otros bienes como la vida o la salud de la madre: de ahí que se terminara declarando constitucional la ley de 1985, que preveía el aborto sólo para casos de violación, graves malformaciones del feto o peligro para la vida o la salud de la mujer (situaciones que eran definidas por la sentencia como “graves conflictos de características singulares»).

En la nueva sentencia, la existencia de uno de los dos bienes en conflicto —la vida del feto— es sencillamente ignorada. Ya no hay conflicto, porque ya no hay un ser humano en gestación: sólo hay un molesto proceso fisiológico de hinchazón del vientre de la mujer que pone en peligro «la efectividad de su derecho fundamental a la integridad física y moral, en conexión con su derecho a la dignidad y libre desarrollo de su personalidad» y que, por tanto, esta debe tener derecho a «interrumpir». La conservación de la especie se basa en la ecuación «padre + madre = hijo»; el feminismo suprime el triángulo hombre-mujer-niño, sustituyendo esa lógica relacional por un punto suspendido en el vacío: la mujer que, como dice la sentencia, «se autodetermina». El padre y el hijo ya no existen.  

El principio inspirador de la moral y el Derecho woke es, como ha sabido ver Grégor Puppinck, el de «mi deseo es la ley». El principio de realidad es totalmente laminado por el principio del placer. Si deseo ser una mujer, lo soy, aunque tenga cromosomas y genitales masculinos. Tengo derecho a reconstruir la realidad tocándola con la varita mágica de mi voluntad. En la realidad reconfigurada por el progresismo, el embarazo no es el resultado natural de la actividad sexual, sino una especie de enfermedad que sobreviene misteriosamente a la mujer, y de la que esta tiene derecho a curarse. La gestación es «limitación de derechos» y «discriminación por razón de sexo» —¡alguien tenía que plantar cara alguna vez al intolerable machismo de la biología!, ¡¿por qué tienen que parir precisamente las mujeres?!—, como también lo son «el parto y la lactancia natural». (Transcribo el increíble párrafo: «El Tribunal trae a colación su extensa doctrina en materia de prohibición de la discriminación por razón de sexo, con arreglo a la cual tiene tal consideración cualquier limitación de derechos fundada en circunstancias que tengan una conexión directa e inequívoca con el sexo de la persona —como sucede con el embarazo, el parto y la lactancia natural—«. No se está aludiendo aquí a discriminaciones fundadas en el embarazo o la lactancia —por ejemplo, que se despida de su empleo a una gestante—, sino al embarazo y la lactancia mismos como limitaciones de la libertad y atentados a la dignidad de la mujer). 

Los políticos y juristas woke están destruyendo las bases de nuestra civilización. El seno materno, diseñado por la naturaleza para servir como entorno seguro para el desarrollo del embrión, ha sido convertido por ellos en el lugar más peligroso del mundo, en el que existe una probabilidad de muerte violenta de una sobre cinco. Y, aunque los argumentos demográficos no son los más importantes en este asunto, recordemos que esa masacre del 20% ocurre en un país que, con una tasa de fecundidad de 1’2 hijos por mujer (un 45% inferior a la de reemplazo generacional) se encamina hacia la insostenibilidad por envejecimiento de la población. 

Nunca nos rendiremos a los nuevos bárbaros. La sentencia del Tribunal Supremo norteamericano de junio pasado (Dobbs vs. Jackson Women’s Health) demuestra que el futuro no pertenece necesariamente a los «progresistas»: en realidad, el «progreso» carece de futuro, pues conduce a la sociedad a la esterilidad, privándola de relevo generacional. Frente al pensamiento mágico de «mi deseo es la ley», proclamaremos hasta el final la verdad: la vida humana empieza en la concepción; el embrión es un organismo completo, aunque inmaduro (es completo porque posee, codificada en sus genes, la programación necesaria para convertirse en ser humano adulto: le basta para ello no ser destruido); el desarrollo del embrión es rapidísimo, y durante las 14 semanas en las que la ley permite el aborto por mero deseo de la mujer se produce la aparición de rasgos que tenemos por típicamente humanos: el protocorazón del embrión empieza a latir entre 18 y 24 días después de la concepción. A los 35 días están tomando forma boca, oídos y nariz. A los cuarenta días han sido registradas ondas cerebrales. A las siete semanas, el no nacido responde a estímulos. A las ocho, las manos y pies están formados, se están desarrollando las huellas digitales, y aparecen sensores nerviosos del dolor (aunque aún no está maduro el sistema nervioso central). A las nueve, se están formando las uñas y el embrión se chupa a veces el pulgar. A las doce, el nasciturus da patadas, agita los dedos de los pies, cierra el puño, abre y cierra la boca, frunce el ceño.

Ellos tienen el mito del «progreso». Nosotros tenemos la verdad de la realidad.

Francisco José Contreras es diputado de VOX en el Congreso.

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