La idea de que los diputados del Congreso puedan de ahora en adelante «usar cualquiera de las lenguas oficiales en su actividad parlamentaria», anunciada por Francina Armengol en la misma sesión constitutiva de la XV legislatura, y formalizada la pasada semana por una iniciativa que en breve habrá de debatirse en la cámara, ha sido presentada ante la opinión pública como una suerte de resarcimiento por décadas de postergación, y un intento, en palabras de Íñigo Errejón, de «que el país oficial se parezca más al país real». Vaya, como una suerte de fraternal exaltación en la misma sede de la soberanía nacional de «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España» que el art. 3 de la Constitución etiqueta como «un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección».
Sólo que un análisis más detallado y menos cándido de la propuesta del PSOE, Sumar, Esquerra, EHBildu y el BNG impone conclusiones distintas. Y es que, lejos plantearse desde una perspectiva meramente simbólica, susceptible de contentarse con que los diputados puedan saludar desde la tribuna con un sonoro «egun on!» o despedirse con un «ata mañá!«, o que puedan hablar en la lengua de su elección en una o dos sesiones por legislatura, la propuesta de los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos y de sus rehenes socialistas contiene elementos llamados a alterar de manera radical el funcionamiento cotidiano del Legislativo. Lo que la iniciativa pretende es —nada menos—, que los diputados puedan usar cualquiera de las cinco lenguas que de acuerdo con los estatutos vigentes tienen “carácter de oficial en alguna comunidad autónoma” —amén del castellano: catalán, aranés, vasco, valenciano y gallego— «en todos los ámbitos de actividad parlamentaria, incluidas las intervenciones orales y la presentación de escritos», de modo que la cámara debería en adelante aceptar y tramitar escritos en cualquiera de esas lenguas, así como reproducir las intervenciones en el Diario de Sesiones en la lengua que hayan sido pronunciadas.
De esta iniciativa ya se ha dicho que parte de un inaceptable desprecio hacia la Constitución española, cuyo art. 3 declara que «el castellano es la lengua española oficial del Estado» y que «las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus estatutos», dicción ésta que obliga a concluir que la oficialización de una lengua autonómica fuera del territorio en que es oficial se halla tan carente de base como la utilización en una institución estatal de una lengua distinta del castellano. Como también que comporta una palmaria afrenta al sentido común, desde el momento en que los españoles —a diferencia de los suizos o los canadienses, que ya poseen parlamentos plurilingües— disponemos de la enorme ventaja de contar con una lengua común en la que todos podemos entendernos, y cuya minusvaloración constituye un mayúsculo despropósito. Y, por fin, que hará recaer sobre los maltrechos bolsillos de los contribuyentes el coste incalculable —y de hecho, no calculado: la propuesta no viene acompañada de informe técnico alguno— del
establecimiento y el mantenimiento de complejos y costosos sistemas de traducción para los cuales no hay ni precisión ni previsión presupuestaria.
Lo que, en cambio, no se ha dicho aun —o no con la suficiente contundencia— es que la pretensión de introducir el plurilingüismo en nuestra cámara baja coloca a ésta ante una disyuntiva infernal, propósito que sólo un bobo ebrio de buenismo consideraría ajeno a las intenciones de quienes la impulsan: o encarecer, complicar y ralentizar su funcionamiento cotidiano, debilitando de este modo la más central de todas nuestras instituciones representativas; o inhabilitarla en la práctica como foro de debate y punto de encuentro, reduciendo sus sesiones a una serie de estériles monólogos en los que todos hablan pero nadie escucha.
Y todo ello porque con la precipitación —corre prisa la investidura— ha venido la indefinición: la propuesta del PSOE, Sumar, Esquerra, EHBildu y el BNG se limita a sentar el principio de libertad lingüística, delegando en la Mesa de la cámara la determinación de «los procedimientos y los medios necesarios para llevar a cabo la aplicación práctica de esta reforma reglamentaria». Lo que a cortísimo plazo —se ha solicitado la utilización del procedimiento de urgencia y en lectura única, lo que reduce los plazos a la mitad, y limita la capacidad de los grupos de alcanzar acuerdos— supone arrebatarle al pleno de la cámara la última palabra en una cuestión de complejidad y trascendencia indiscutibles; y a medio plazo, sumir a la cámara entera en la incertidumbre de qué será lo que a la postre sucederá: ¿Habrá traductores? ¿Fiables y en número suficiente? ¿De todas las lenguas? ¿En todas las comisiones? ¿A todas horas? ¿Qué sucederá en caso de discrepancia entre unas y otras versiones? ¿Qué sucederá a partir de la entrada en vigor de la reforma y hasta la plena operatividad de cabinas y pinganillos en cada una de las salas —y no sólo el hemiciclo— en las que la cámara trabaja? ¿Obligará la Presidencia a su uso? ¿Amparará a los diputados que objeten?
Ninguna de estas disyuntivas es baladí. El diccionario define «parlamentar» como «entablar conversaciones con la parte contraria […] para zanjar cualquier diferencia», y parlotear como «hablar mucho y sin sustancia, por diversión o pasatiempo». Es obvio para cuál de estos dos propósitos fue creado el Congreso; ahora urge saber a cuál de ellos sirve la medida que se acaba de plantear.
Carlos Flores Juberías es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia, y diputado al Congreso por VOX.