«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Del 13 de mayo al 11 de febrero. Una evocación.

Como ayer todo era nuevo, como lo inimaginable sucedió, me sentí más libre para pensar en reacciones fabulosas…

Uno de mis primeros recuerdos de la infancia es el de mi familia atónita, preocupada y recogida en torno al viejo televisor blanco y negro del office de casa de mis abuelos. Le habían dado un tiro al Santo Padre. Para ellos, la idea de que un papa pudiese morir de ese modo, y además siendo el sucesor de otro que había fallecido repentinamente apenas un mes después de su elección, era completamente desconcertante. Aunque yo era sólo un crío y lógicamente no terminaba de comprender la trascendencia de aquellos acontecimientos, percibía el ambiente de preocupación y rezaba con miedo por el papa convaleciente. Otra remembranza: mi madre, que con mano amorosa me despertaba diciéndome, supongo que a los dos o tres días de aquello, “tranquilo, que no se va a morir”.
 
    Hasta ahora, aquellos recuerdos habían permanecido almacenados y tapados, ocultos por muchos estratos de emociones y amores al Santo Padre. Ha tenido que hacerlos despertar el shock de ayer por la mañana, porque confieso que en el pozo de tristeza e incredulidad en que quedé sumido, volvían a estar los miedos de aquel niño. De un modo misterioso, un dimisionario Benedicto XVI me trajo a la memoria a un Juan Pablo II que herido se desangraba, y el topo Paoletto al criminal Ali Ağca. Con el tiempo, entendimos por qué todo aquello sucedió precisamente un 13 de mayo, día de la Virgen de Fátima, no me cabe duda de que también con el tiempo entenderemos por qué esta noticia nos la trajo ayer la Virgen de Lourdes, patrona de los enfermos.
 
    Como ayer todo era nuevo, como lo inimaginable sucedió, me sentí más libre para pensar en reacciones fabulosas y con absoluta ingenuidad creí verosímil que al rato se hubiesen agolpado los cardenales a la puerta del apartamento pontificio y que, de rodillas, le prometerían que para ellos no había más papa que el Papa, e incluso que le hubiesen hecho simbólica donación de sus piernas y brazos aún en cierta forma, para que fuesen sustitutos eficaces de los viejos miembros, doloridos y enfermos, del apóstol Pedro. Pero no pasó nada. Cabe esperar -pues me niego a renunciar a mi ingenuidad y a mundos mejor imaginados- que el mariscal del Cónclave se vea obligado a acudir al Monasterio de Mater Ecclesiae a informar al viejo cardenal Ratzinger de que en todas las papeletas estaba escrito el mismo nombre.
 
    Ya ve el querido lector que frente a tanto vaticanista experto imaginando ocultísimas razones, este Pomar ha preferido empadronarse en la Arcadia. Acaso como refugio de ensueño contra remordimientos, y es que dijo Nuestro Señor “Si no os volvéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos.” ¿Cómo no sentir algo de desasosiego por no haber rezado para sostener a Pedro con la intensidad que lo hizo hace tantos años aquel niño que fui? Que sea la mano amorosa de Nuestra Madre la que nos tranquilice al despertar.
 
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