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Hace poco más de un siglo, en el bélico año de 1914, el diplomático español Bernardo Jacinto de Cologán y Cólogán era conminado a abandonar México por el constitucionalista general mexicano Venustiano Carranza, estadista que en la revolución estabilizó el orden burgués frenando a zapatistas y villistas. No era la primera vez que un representante de la Nación Española sufría los rigores del cargo, pues en 1861 Juárez había hecho lo propio con un antecesor de don Bernardo. Las fricciones entre los hombres hispanizados venían desde los tiempos de la emancipación de esa Nueva España que el alucinado clérigo montañés fray Servando, había tratado de cortocircuitar religiosamente con respecto a España al presentar a un Santo Tomás Apóstol evangelizador prehispánico, circunstancia que convertía en prescindibles a los españoles.
Pese a todo, consumada la ruptura política, poco tardaron en restañarse las heridas diplomáticas, pues en la temprana fecha de 1836 volvió a tener España relaciones en tal campo, lo cual no impidió el rebrote de hostilidades a cuenta de las reclamaciones españolas –estudiadas por el historiador Tomás Pérez Vejo en su España en el debate público mexicano, 1836-1867 (México, 2008)- por los revolucionarios daños causados a los españoles en el convulso México del XIX en el que el vecino del Norte, nutrido por la ideología del Destino Manifiesto, arrebató un buen bocado de tierra ansiada desde tiempo atrás. La inquina llegó a tal extremo, que el ideólogo zapatista Manuel Palafox propuso el exterminio de los españoles. La idea tenía, no obstante, un profundo trasfondo. Se trataba, pues muchos de ellos tenían orígenes comunes y potentes lazos familiares, de eliminar competidores y obstáculos para los nuevos planes y programas. Finalmente, la crisis se cerró con la firma de un decreto de expulsión de los españoles, documento que se firmó en Chihuahua en diciembre de 1913, que vino acompañado de afirmaciones negrolegendarias según las cuales esos industriosos españoles mantenían el carácter y las codiciosas esencias de los conquistadores, mostrando hasta qué punto desconocían los redactores la Historia de su propia nación, pues fueron precisamente los compañeros de Cortés los que, salvo excepciones, menos beneficios recibieron de la Conquista, razón por la cual ensalzaron, reclamando parte de su gloria y mérito, al de Medellín, también decepcionado con el trato y los dividendos recibidos tras tomar el Ombligo de la Luna.
Pese a todo, México volvería a ser lugar de refugio de un importante contingente de españoles tras la Guerra Civil, desarrollando allí, gracias a la potente herramienta del idioma común, carreras cuyo brillo en ocasiones vino dado más por el mito que por el mérito.
Los hechos de 1914 encontraron, naturalmente, eco en la prensa española. Una de las grandes figuras del papel durante la primera mitad del siglo XX comenzaba a emerger desde la celulosa: José Ortega y Gasset, hijo del director de El Imparcial, José Ortega Munilla fundado por su abuelo materno, Eduardo Gasset y Artime. El 19 de febrero de 1915, el semanario España fue el medio en el que el ya catedrático de Metafísica comentó el suceso padecido por el dos veces Cologán. En un artículo titulado «Nueva España contra la Vieja España», se dolía del trato recibido por el embajador al tiempo que lamentaba que España fuera el único pueblo europeo que no tenía una «política de América» en un momento en el que la emigración de españoles al Nuevo Mundo era continua. Su propuesta quedaba patente de este modo:
«América es una inmensa factoría: necesita brazos que laboren y cabezas que dirijan la producción. No enviamos mas que brazos y hemos hecho de España una fábrica de siervos para América. Y, sin embargo, bastaría con un fuerte querer para que pudiéramos dentro de pocos años enviar directores: el libro y el técnico debían ser la industria iberoamericana. ¿Se ha intentado alguna vez?»
Las palabras de quien firmaba bajo las siglas J.O.G. no pasaron inadvertidas para el escritor venezolano Rufino Blanco Fombona. Recién instalado en España, el diplomático caraqueño fundaría en España la Editorial-América en la que vieron la luz casi 400 títulos, la gran mayoría debidos a escritores hispanos o referidos a figuras de Hispanoamérica. Había en el artículo de J.O.G. una afirmación que el vehemente don Rufino, siempre crítico con los planes depredadores de la Doctrina Monroe, no podía tolerar: la orteguiana afirmación -«melancólica y palabrera»- de que América fuera una gran factoría. Blanco Fombona se extrañaba de que ese J.O.G. al que rebautizó como Job, descubriera el Mediterráneo, o mejor dicho el Atlántico, al señalar la falta de una política americana por parte de España, al tiempo que recordaba al madrileño el socorro que algunas naciones hispanas dieron a la Madre Patria cuando esta fue atacada por «Yanquilandia». Impregnado por el influjo de la Leyenda Negra, Blanco Fombona reprochaba a España que no hubiera sido capaz de comprender a esos pueblos que se habían hecho adultos y se preguntaba: «¿hizo la raza española de Europa más que la raza española de América?», al tiempo que aseguraba que en la existencia de la naciones hispanoamericanas quedaba garantizado el legado de esa suerte de segunda Roma que había sido España. Un legado concentrado en el idioma común: el español.
La polémica citada, aparentemente circunscrita al ámbito académico, posee una gran trascendencia, pues afecta al juicio que sobre el Imperio español, y sus frutos, se ejercita continuamente. No es lo mismo asumir el despliegue español como digno de un imperio generador, el que funda ciudades, que calificarlo de depredador: aquel que empleaba como herramientas precisamente las factorías. Ya el argentino Ricardo Levene, publicó, en vida de Ortega, Las Indias no fueron colonias. A finales del mismo siglo, Gustavo Bueno daría a la imprenta su libro, España frente a Europa, en el que se sistematizaba esta distinción entre imperios cuyas fuentes escolásticas se encargaría de analizar Pedro Insua en su Hermes católico.
La segunda mitad del siglo XX sirvió para fortalecer los lazos hispánicos interoceánicos, articulándose proyectos como las Cumbres Hispanoamericanas. El tiempo transcurrido desde 1991 serviría para ver cómo las maniobras entristas de determinadas naciones europeas daban su fruto con el objetivo de desvirtuar tales cumbres y desarrollar políticas comerciales inspiradas en las mentadas factorías. Tarea llevada a cabo por empresas y gobernantes -los ministros plenipotenciarios del XIX dedicaron sus esfuerzos a intereses políticos y comerciales-, España, en lo político, apenas ha proveído a Hispanoamérica de transitólogos empeñados en hacer justo lo contrario que predicaba el Bolívar idolatrado por Blanco Fombona. Las grandes naciones propugnadas por el venezolano han dado paso a estructuras plurinacionales y distáxicas.
Un siglo después de que las rotativas imprimieran las letras de J.O.G., su papanatismo europeísta, alimentado durante sus años de formación en Alemania, parece haber calado hondo en grandes áreas de la sociedad española. Incapaces de estar a la altura histórica de la nación, hoy, como predicara Ortega, son muchos compatriotas, políticos y civiles, los que siguen pensando que España es el problema y Europa la solución.