Lo que diga el Papa Francisco sobre la política de inmigración norteamericana tiene el mismo valor que lo que opine usted mismo sobre el particular, querido lector. Algo menos si no está tan informado como Su Santidad, algo más si conoce mejor el asunto. En cualquier caso, su condición de Pontífice romano presta exactamente cero trascendencia a las opiniones personales de Jorge Mario Bergoglio.
Casi durante veinte siglos, los fieles no han sabido del Papa más que lo que les llegaba, a través de su obispo, de meditadas exhortaciones y solemnes encíclicas. Para todo lo demás, el Pontífice era una figura remota que ni siquiera la radio y la televisión convirtieron, al menos inicialmente, en una ‘celebrity’ de las que hoy oímos bastantes más cosas de las que podrían interesarnos.
En muy pocas décadas he podido enterarme de lo que un actor piensa del aborto (aplauso, si quiere seguir trabajando en Hollywood), un astrofísico de la tauromaquia o un novelista del Cambio Climático. Siendo todo ello sumamente irritante y banal, en mi opinión, no tiene otra trascendencia que la que uno quiera darle.
Otra cosa, en cambio, es cuando se intenta hacer algo similar con el Papa, sucesor de Pedro y cabeza visible de la Iglesia. En este caso, hacer banal las opiniones de un Pontífice tiene efectos potencialmente devastadores
Si uno se aferra a la doctrina, no tiene por qué ser así; más: la locuacidad del Papa a tiempo y a destiempo, hablando algo de lo divino y mucho de lo humano, podría servir para catequizarnos por las bravas en una asignatura más que pendiente de la Iglesia moderna, que no es otra que los peligros de la papolatría. O, si lo prefieren y de modo más amplio, del clericalismo.
Quizá sea por la lejanía de la que hablaba al principio, hecha pedazos en los últimos años; quizá porque en la última gran división de la cristiandad recibimos el sobrenombre de ‘papistas’ o tal vez sea simplemente que hemos tenido en los últimos decenios al frente de la Santa Sede a hombres de excepcional prudencia y valía intelectual, pero es el caso que a los católicos de hoy nos cuesta distinguir churras y merinas cuando habla el Papa.
Una reacción absurda es el alejamiento o alimentar tesis conspiratorias rozando el sedevacantismo (o cayendo de lleno en él); otra, no menos irracional, es aparcar el sentido común y el sentido crítico más elemental para elevar a verdad revelada cualquier palabra que salga de la boca de Su Santidad.
La única dificultad real es la que decía al principio, que no estamos acostumbrados a oír -sensu lato- al Papa si no es en alocuciones especialmente dirigidas a los fieles, mucho menos en improvisadas entrevistas en la cabina de un avión.
Por ir al ejemplo más reciente, dice el Papa en su viaje de vuelta de Colombia, preguntado por la decisión de la Administración Trump de rescindir el programa DACA aprobado por su predecesor:
“He oído sobre la abolición de esta ley, pero no he podido leer los artículos, sobre cómo y por qué se ha tomado esta decisión. No conozco la situación demasiado bien”, empieza.
Bueno, solo este comienzo, este reconocimiento de que va a opinar sobre lo que, confesamente, no sabe, ya debería alertar a cualquiera. Pero, naturalmente, eso no va a impedir a la prensa titular como si el Papa hiciese una proclamación desde el mismo trono de San Pedro tras haber meditado largamente y contando con toda la información relevante.
Ni, por supuesto, significa que el propio Papa vaya a dejarlo así: “Pero separar a jóvenes de sus familias no es algo que dé buenos frutos para los jóvenes o sus familias”. Cierto, pero quitando que la iniciativa no separa a los jóvenes y sus familias en absoluto, salvo que así lo elijan, es bueno tener en cuenta que la media de edad del afectado por esta medida es de 25 años, no exactamente una criaturita sino alguien que, en el curso natural de su vida, probablemente ya no seguiría viviendo en casa de sus padres.
“Esta ley procede del ejecutivo y no del parlamento: si ese es el caso, espero que pueda replantearse un poco”, continúa el Papa. Tanto así, Santidad, que ni siquiera hay tal ley. La ‘ley’ era DACA, que tampoco era ley porque, ay, tampoco procedía del Parlamento, sino de la real voluntad de Barack Obama en contra, precisamente, de la legislación general sobre inmigración. Y en cuanto a darle alguna vuelta más, es exactamente lo que ha sugerido Trump al Congreso que haga.
Y sigue: “He hablado con el presidente de los Estados Unidos, que se presenta a sí mismo como provida. Si es un buen provida, entenderá la importancia de la familia y de la vida: Ia unidad de la familia debe protegerse. Cuando los jóvenes se sienten explotados, al final, se sienten desesperados”.
Es muy interesante esa reflexión, que lleva a otra: ¿quién “explota” a esos jóvenes? ¿Pueden tener alguna responsabilidad los padres que se han saltado la ley a la torera y han entrado en el país como Pedro (je) por su casa? ¿Es moral premiar la ilegalidad? Y si lo es, ¿no supone un agravio para los miles de extranjeros que cada año se someten al ‘via crucis’ burocrático que les impone el Departamento de Inmigración para residir legalmente en Estados Unidos?
Y termina: “Drogas, otras adicciones, suicidios, que le pueden suceder (sic) a alguien cuando está separado de sus raíces. Todo lo que vaya contra las raíces de la gente destruye la esperanza”. Si es así, Santidad, hay motivo para la alegría porque, ¿sabe dónde están las raíces de estos jóvenes? En México. ¿Y sabe dónde les llevaría la rescisión de este programa? Exactamente: a México.