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En su libro Un reinado en la sombra, Pedro Sainz Rodríguez reproduce una carta de Francisco Franco a Don Juan de Borbón en la que se hablaba de la educación del por entonces Príncipe, hoy Rey emérito, don Juan Carlos de Borbón:
«De todas maneras debo decirle estaban tomadas todas las medidas para que la presencia del Príncipe fuese lo más grata posible, cordial y libre de incidentes; más fácil de conseguir en una Universidad provinciana de efectivos reducidos que no en el ambiente de las grandes Universidades, más difíciles de dominar con grupos y grupitos de jaraneros y alborotadores.»
Como es sabido, en agosto de 1948, Don Juan aceptó que su hijo fuera educado en España bajo la tutela del Caudillo, dando así un paso más hacia su exclusión del trono español. Con el beneplácito del exiliado padre, don Juan Carlos recibió una cuidada educación correspondiente al por entonces prestigioso bachillerato. Entre la finca Las Jarillas y el donostiarra Palacio de Miramar, bajo la severa mirada de un selecto grupo de profesores, ocho alumnos, entre los que figuraba el juvenil rostro, de borbónicas trazas, de un José Luis Leal Maldonado que más tarde haría sus pinitos revolucionarios en el Felipe antes de integrarse en grandes organizaciones empresariales, el adolescente Juan Carlos fue formándose antes de pasar por las academias militares y dar el salto a la Universidad.
Dos décadas habían pasado ya desde la finalización de la Guerra Civil, y tres años desde que ocurrieran unos sucesos pilotados, según las propias palabras de Franco, por «jaraneros» y «alborotadores». Como si de la reproducción de la copla se tratase, hubo incluso, entre el jaleo, algún tiroteo…
Sesenta años distan, en las actuales fechas, de unas protestas que rompieron la aparente calma y homogeneidad que caracterizaba a un régimen que incluso hoy es percibido así por sus más sectarios y miopes analistas y opositores retrospectivos. Sin embargo, el análisis de lo ocurrido en aquel febrero del 56 ofrece un panorama más variado y complejo en el que conviene detenerse.
Marcada por su radical anticomunismo, la España de los 50 había alcanzado, como premio a tan característico rasgo ideológico, una serie de acuerdos con la Santa Sede y los Estados Unidos que le servirían para integrarse en la ONU a mitad de la década. El imperio capitalista había ofrecido entre 1946 y 1952 interesantes becas a diversos grupos de estudiantes españoles que pudieron regresar contando las bondades del protestante sistema educativo norteamericano. En tal contexto, la Universidad, controlada por el Sindicato de Español Universitario, sería la caja de resonancia de un cierto malestar que tuvo mucho de generacional por más que buscase en un hombre de mayor edad como Dionisio Ridruejo a uno de sus símbolos.
El intento de celebración de un Congreso Universitario de Escritores Jóvenes puso en circulación a una serie de personajes que posteriormente coparían muchos de los puestos del panorama político de la Transición y los inicios de la democracia coronada por ese mismo Juan Carlos que el Caudillo quiso alejar de tan nefandas influencias. Gran parte de ellos estaban entroncados con familias bien situadas dentro del franquismo: Miguel Sánchez Mazas, Ramón Tamames, Javier Pradera o José Gárate Murillo destacaron en aquellas jornadas junto a Enrique Múgica y los sonoros nombres de Ruiz Gallardón o Pedro Laín.
Trataban los así llamados «jaraneros», de introducir otros métodos en la Universidad, de darle un carácter más democrático a su sindicato, de despolitizarlo, en definitiva. El SEU no les representaba…
Las protestas acarrearon a sus protagonistas breves visitas a la cárcel de Carabanchel. Sin embargo, debido a que Falange desplegó en esas jornadas gran parte de la violencia contenida por su desilusión, compartida por el mismo Ridruejo, al ver que el régimen tomaba unos derroteros distintos al impulso revolucionario primigenio, las carreras y manifestaciones que tuvieron por escenario Madrid pronto se interpretaron como un punto de inflexión que iba más allá de las verdaderas reivindicaciones de los firmantes de un manifiesto universitario reformador.
Finos observadores de la realidad española, los Estados Unidos no dejarían desamparados a estos discrepantes de la línea oficialista. Urgía embridarlos y mantenerlos separados de cualquier veleidad con el otro lado del Telón, posibilidad apuntada por la presencia entre ellos de un Múgica relacionado con Jorge Semprún. Es así como muchos de los protagonistas de aquellos días entrarían en la órbita cultural y financiera del lado capitalista hasta ir reconduciendo su juvenil ímpetu en una ideología socialdemócrata o democristiana sobre las que se cimentaría el actual régimen, transformación del anterior, que coronaría su arquitectura con la figura de ese Juan Carlos convenientemente alejado de estos jaleos.
No faltaría en aquel ambiente la presencia cadavérica de un Ortega y Gasset, adalid de la república burguesa del 31, que siempre vio en España un problema y en Europa una solución. Una Europa a la que hoy apelan muchos de los partidos existentes, impotentes y paralizados ante el problema nacional, y ante el cual sólo son capaces de balbucear una pobre solución: la huida hacia adelante, la cesión de soberanía a una estructura, la europea, que fue armada con el único fin de contener la ofensiva que procedía de más allá de los Urales.