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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La rebelión de las élites

24 de noviembre de 2016

La arrolladora victoria de Donald Trump ha sido interpretada casi unánimemente como un castigo del pueblo estadounidense al establishment político y una muestra de rechazo a la globalización económica. Los analistas hablan de una rebelión de la clase trabajadora blanca que le ha llevado a romper con la política convencional y a abrazar el populismo. Como primera reacción, han sido muchos los periodistas, empresarios y celebrities de todo tipo que han manifestado su vergüenza por el resultado electoral. No han dudado en desmarcarse de sus conciudadanos y referirse a ellos como una masa idiotizada que se deja arrastrar por la frustración y el nacionalismo chovinista.

El análisis mayoritario parte de la premisa de que quienes se ha rebelado han sido los de abajo. Es patente que existe un gran descontento en la población y que se ha producido una brecha entre las élites políticas y económicas y las clases medias y trabajadoras. Sin embargo, resulta precipitado asumir sin mayor debate que quien se ha rebelado ha sido la Middle America. 

Christopher Lasch, autor de La rebelión de las élites, probablemente tendría una opinión distinta y nos recomendaría dar a la cuestión algo de perspectiva histórica. En su obra, Lasch sostiene que, en la actualidad, las élites políticas, económicas e intelectuales constituyen la principal amenaza para la cultura occidental porque han dejado de creer en los valores que la sostienen. Como se desprende del propio título, en este ensayo Lasch realiza una réplica actualizada a La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset.

Ortega sostenía que la crisis de Occidente se debía al afán de “dominación política de las masas”. El pensador español escribió esta obra en el periodo de entreguerras, en un momento de auge del bolchevismo y el fascismo. Décadas después, Lasch realiza un adecuado contrapunto, adaptado a la situación de finales del siglo XX. El autor estadounidense sostiene que hoy el riesgo para la cultura de Occidente procede de la parte superior de la pirámide social. Tras un minucioso análisis, concluye que quienes han perdido la fe en los valores occidentales son las élites, es decir, “aquellos que controlan los flujos internacionales de dinero e información, los que presiden fundaciones filantrópicas e instituciones de educación superior, los que gestionan los instrumentos de producción cultural y definen así los términos del debate público”.

Lasch sostiene que la aristocracia occidental del antiguo orden (basada en el privilegio hereditario) ha sido sustituida por una nueva clase universitaria y progresista que crece en la escala social por meritocracia. Para Lasch esta nueva clase se caracteriza por el cosmopolitismo, el esnobismo, el relativismo, un débil sentido de la obligación y un

patriotismo cada vez más escaso. Para el autor, esta nueva élite “mantiene muchos de los vicios de la aristocracia sin ninguna de sus virtudes”, ya que carece del sentido de “obligación recíproca” que era un rasgo del antiguo orden.

Para Lasch los dos grandes partidos de Estados Unidos ya no representan las opiniones e intereses de la gente común. En su opinión, el debate político está dominado por élites rivales entregadas a ideologías enfrentadas que crean debates artificiales para dar una falsa sensación de polarización. Lasch identifica en la historia de los Estados Unidos una tradición populista que va desde los primeros fundadores que propugnaban una democracia de pequeños propietarios hasta el movimiento por los derechos civiles de Martin Luther King. Este populismo (término que para Lasch carece de toda connotación negativa) encarna una tercera vía que se opone tanto al fundamentalismo de mercado de ciertas ideologías de derecha como al relativismo y el subsidio del bienestar de la izquierda.

El panorama actual ofrecía las condiciones objetivas para un nuevo brote de esta pulsión populista y parece que Donald Trump supo verlo a tiempo. La actual crisis económica ha evidenciado de forma definitiva la brecha que existe entre los intereses de las altas finanzas y las grandes corporaciones y las necesidades de las clases medias y trabajadoras. Allí donde la clase política no ha ofrecido las soluciones que la Middle America esperaba, Trump ha prometido que quiere ser «el campeón de la clase trabajadora» y que tendrá «el coraje de enfrentarse a Wall Street». Trump ha sabido conectar con el descontento de amplias capas de la población que se sienten abandonadas por unas empresas que han precarizado el mercado de trabajo y que se han llevado las fábricas a países que practican el dumping social. Por el contrario, según ha declarado Sanders en una entrevista, «los demócratas se han centrado demasiado en una élite que ha recaudado increíbles sumas de dinero de gente rica pero que ha ignorado a la clase trabajadora, la clase media y los ciudadanos de bajos ingresos de este país».

Durante los años del fordismo se produjo un gran progreso económico que benefició a todos los estratos de la sociedad. Parte de los beneficios de las empresas se reinvirtieron para incrementar los salarios de los trabajadores. De esta forma, los empleados pasaron a ser los primeros consumidores de los productos americanos y se generó un círculo virtuoso basado en el fortalecimiento del mercado interior. En estos años dorados existía una buena sintonía entre el pueblo y sus líderes políticos y económicos. Este equilibrio entre empresa, territorio y vínculo social llevó a la creación y fortalecimiento de amplias clases medias.

Sin embargo, tiempo después se rompió este compromiso basado en el beneficio compartido. El mundo de los negocios abandonó cualquier noción basada en el arraigo o el patriotismo y asumió mayoritariamente la lógica del beneficio. Así, muchas empresas empezaron a aplicar un modelo que les llevaba a producir en los países más baratos, vender en países con mayor poder adquisitivo y tributar en las jurisdicciones más laxas. A la larga, esta tendencia ha creado un modelo económico con pocos beneficiarios y muchos perdedores.

Trump ha sabido capitalizar el momento populista que existía y que permitía superar la vieja distinción entre izquierda y derecha. Grupos sociales que históricamente han votado Demócrata le han dado su respaldo. Es una anomalía que el working class hero (gracias, Lennon) sea un especulador inmobiliario con una larga trayectoria de elusión fiscal. Sin embargo, el sistema político estadounidense está tan blindado que, probablemente, el único outsider que podía burlar todas las barreras de entrada era un millonario excéntrico y con delirios de grandeza.

En su campaña Trump ha roto el debate amañado entre las élites del Partido Republicano y del Partido Demócrata y ha abierto polémicas que no estaban en la agenda pública. Trump ha insistido en su compromiso para renegociar tratados comerciales injustos y luchar activamente contra la deslocalización de empresas. No obstante, una cosa es predicar y otra dar trigo. El tiempo dirá si mantiene su palabra y cumple sus promesas. Existen razones para ser escépticos. La jerarquía de su propio partido no le va a poner las cosas fáciles y Trump ha demostrado una habilidad pasmosa para cambiar de opinión sobre materias fundamentales.

Una vez superado el shock del resultado electoral, periodistas y analistas políticos andan ocupados estudiando el sistema de división de poderes de la Constitución y sus famosos checks and balances. Quieren saber hasta dónde puede llegar Trump en su acción de gobierno. Es decir, hasta dónde puede llegar para cumplir sus promesas electorales. Algunos incluso están especulando con la posibilidad de un impeachment del presidente en el segundo año de legislatura. Pero si se analiza bien, la idea que subyace detrás de todo este complejo sistema de controles y contrapesos es el convencimiento de los redactores de la Constitución de que no siempre los dirigentes anteponen el bien del pueblo a sus intereses particulares. Por eso, esa protección frente a la rebelión de las élites está en la esencia de la democracia americana.

Esta reflexión nos devuelve al punto de salida. El referéndum de Grecia, el auge de los partidos anti-Bruselas, el Brexit y la consulta de Colombia marcan claramente una línea de fractura entre la sociedad y sus élites. Hablar de “rebelión electoral” en estos eventos contiene un sesgo de perspectiva claro. Supone asumir que el pueblo en bloque se ha vuelto anti-establishment y evita que nos preguntemos si el establishment se ha vuelto anti-pueblo. Más allá de las particularidades de la figura de Trump, este es un debate que las democracias occidentales no pueden retrasar más tiempo. En caso contrario, podemos ir preparándonos para la próxima catástrofe imprevista que era perfectamente previsible.

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