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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La pobreza, la desigualdad y el terrorismo en Europa

Uno de los problemas más profundos de la Europa Occidental de nuestro tiempo es el complejo de culpa. Lo encontramos en la atribución indiscriminada de responsabilidades -sea por acción sea por omisión- de las grandes tragedias de la actualidad. Así, uno lee o escucha que Europa es culpable, por ejemplo, de las guerras de las que huyen los refugiados que cruzan el Mediterráneo. Sin duda, los países europeos deben prestarles auxilio, pero esta obligación surge de los deberes humanitarios que cualquier Estado tiene, no de la causación de los conflictos. En el caso del conflicto sirio, la intervención de la República Islámica de Irán, la organización terrorista Hizbolá o las monarquías árabes del Golfo ha sido mucho más importante que la de los países europeos.

 

En relación con el terrorismo yihadista, proliferan las opiniones que centran la responsabilidad en las políticas del pasado. Así, por ejemplo, Pablo Iglesias afirmó que el atentado terrorista del pasado 14 de julio en Niza “ha sido alimentado por situaciones como la guerra de Irak”. Abundan, por otro lado, los llamamientos a la paz y al diálogo. Así, Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, declaró que: “la violencia nunca es el camino” y “»todo conflicto se puede plantear siempre que sea a través del diálogo y sin violencia».

En estos mensajes, subyace la idea de que los terroristas cambiarán su conducta si “nosotros”-entiéndase Europa, Occidente o, en todo caso, los que rechazamos el terrorismo- nos avenimos a “dialogar” y preferimos la paz a la guerra. Al final, parece que el terrorista lo es como reacción a lo que otros hacen, de modo que la responsabilidad del terrorismo se desplaza a quien “provoca” el terrorismo en lugar de gravitar sobre quien lo realiza.

Se trata de una distorsión gravísima.

En realidad, si los agravios pasados generasen el terrorismo, Haití, el país más pobre de América y el primero de la región en abolir la esclavitud, debería ser una fábrica de terroristas; es más, debería serlo desde hace más de dos siglos. Sin embargo, con todos sus conflictos y sus tragedias, la cultura haitiana -un mestizaje afroamericano fascinante del que algún día debo escribir- no exalta ni legitima el terrorismo. Los líderes del narcoterrorismo en Colombia o los revolucionarios de las Guerras de Ultramar portuguesas no recurrían al terrorismo por los agravios pasados, sino porque la ideología de la lucha revolucionaria comunista pretendía legitimarla. El Frente de Liberación Nacional argelino no ponía bombas en cafés tanto porque los argelinos fuesen pobres, sino más bien porque había una ideología que intentaba justificar el uso del terror al servicio de la liberación. Los harkis sufrieron la crueldad de estos supuestos “liberadores” y su terrible destino movió a algunos militares franceses a participar en el “Putsch de los generales” (1961).

Así, los terroristas yihadistas cuya propaganda capta jóvenes por todo el mundo no quieren dialogar con nadie. No pretenden hacer justicia sino imponer un régimen teocrático sobre las sociedades islámicas y las occidentales. No se trata tanto de las condiciones de pobreza o desigualdad -insisto, si así fuese Burkina Faso o Namibia serían factorías de terroristas- sino más bien de los discursos y las dinámicas culturales que pretenden legitimar el terrorismo. Por supuesto, la desigualdad -como la corrupción o la ausencia de derechos humanos- influyen en la radicalización de los jóvenes. Sin embargo, no puede soslayarse la importancia de los discursos políticos y religiosos -todo lo radicales y fanáticos que se quiera, pero bien reales- que justifican el terrorismo, celebran a los terroristas e invitan a seguir su ejemplo. Desde la Gaza de Hamás o el territorio controlado por Hizbolá hasta la República Islámica de Irán, los terroristas gozan de un prestigio que no tienen en otras sociedades. No creo que esto se deba a condiciones sociales ni económicas, sino más bien a la educación en el odio, la propaganda y, en general, al aparato de persuasión que permite eludir los debates a los que se enfrentan hoy las sociedades islámicas: los derechos humanos, la corrupción, el estatuto de la oposición política, los límites del poder, el respeto de las minorías… Es forzado decir que esto es culpa de Europa. Sin duda, se han cometido errores; por ejemplo, subvencionar con fondos europeos a organizaciones que los dedicaban a fomentar el odio contra Occidente. Sin embargo, hay especificidades culturales y sociales que no se pueden soslayar -por ejemplo, el papel del yihadismo y el islamismo en el mundo islámico contemporáneo y su proliferación- y Europa no es responsable de ellas. Si algo cabe reprochar a cierta intelectualidad europea es su simpatía y compasión por cualquiera que pretenda legitimar sus acciones violentas so pretexto de la pobreza o los agravios históricos.

No hay posibilidad de “diálogo” con el Estado Islámico en Iras y Siria ni con Al Qaeda en los distintos lugares donde opera ni, en general, con las organizaciones yihadistas. Sus acciones terroristas no dependen de lo que sus víctimas hagan. Al contrario, cada cesión se interpreta en términos de debilidad. Cada decisión tomada sobre la base del miedo colectivo y la “no provocación” es un triunfo para los terroristas. Cada mensaje de culpabilización mina las resistencias morales imprescindibles para enfrentarse a los yihadistas y derrotarlos.

 

La civilización occidental, como todas las de este planeta, ha alumbrado páginas luminosas de la historia de la Humanidad y ha escrito algunas de las más tenebrosas. Sin embargo, no es ella la culpable del exterminio de los yazidíes y los cristianos de Oriente Próximo, ni de las atrocidades del Estados Islámico, ni de los terroristas suicidas, ni de los atentados que azotan a Europa y que estos días han dejado dolor y muerte en Francia.

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