«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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La derrota del resistente

Elección de Benedicto XVI.

«Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa»

Hasta hace unos 60 años, poco tiempo en términos eclesiásticos, se sabía lo que pensaban los católicos y casi se podía determinar su conducta. Con las inevitables excepciones, la unión del papa, el clero y los fieles era disciplinada. Hoy, basta fijarse en las imágenes de las misas y las audiencias papales por manipuladas que estén por la televisión del Vaticano para darse cuenta de que Francisco y su curia se encuentran solos, pero encantados de adherirse a absolutamente todas las ideas y consigas promovidas por los poderes terrenales.

Quien escuche la verborrea de Francisco y lea sus farragosas encíclicas encontrará apelaciones a la Tierra que sufre, la inmigración sin control, la vacunación como acto de amor, el control de la propiedad privada, la bondad de los organismos mundiales como la ONU, la inexistencia de una moral inmutable… Los mayores reproches no se reservan para quienes caen en la mentira, el robo, el aborto o el adulterio, sino para quienes usan el aire acondicionado (Laudato si, 55).

Se podría pensar que los modernistas denunciados por San Pío X en su encíclica Pascendi Dominici gregis (1907) han llegado a la cúspide de la Iglesia. A estos los definía quien fue el 257º papa de la siguiente manera:

«Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre».

El Concilio Vaticano II (1962-1965), convocado por uno de los mayores ingenuos de la historia, Juan XXIII, fue la gran oportunidad para los modernistas, que habían seguido creciendo, animados sobre todo por el ‘signo de los tiempos’. Se produjo el desarme completo de la Iglesia, el doctrinal y el orgánico. Y los frutos fueron el arrumbamiento de la liturgia tradicional, la sustitución de la música sacra por lamentables guitarras y palmas, la elaboración de un nuevo rito, las secularizaciones de miles de sacerdotes y religiosas, la vinculación de muchos curas con grupos terroristas de extrema izquierda (como la ETA)… Angustiado, Pablo VI afirmó en 1972 que «por alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios», aunque bien poco hizo el hierático pontífice por taponar esa vía. Además, a partir del Concilio comenzó a apagarse la influencia social de la Iglesia, hasta haber caído a un punto en el que ya ni causa odio a sus enemigos, sino risa.

Juan Pablo II, papa entre 1978 y 2005, y Benedicto XVII, que lo fue entre 2005 y 2013, constituyeron un intento de detener el desmoronamiento y, sobre todo el segundo, de cancelar la penosa ‘primavera conciliar’ o, siquiera de colocarle un freno. El pontífice polaco, ayudado por Joseph Ratzinger desde 1981 como consejero y prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe, arremetió contra la teología de la liberación, basada en el marxismo, contribuyó al derrumbe del comunismo en Europa y extirpó (al menos lo pareció) las mayores aberraciones engendradas en esos años.

En cuanto fue elegido papa, Ratzinger recibió ataques desaforados con una dureza que no recuerdo, salvo en el caso de Donald Trump. Muchos de los que ahora claman contra el ambiente de odio y desinformación en las redes sociales, le tildaron de «papa nazi». ¿Y por qué? Porque en su homilía de la misa ‘pro eligendo pontifice’ señaló que «se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos»

Una herejía para los apóstoles de la sociedad abierta y del prohibido prohibir, que están a punto de convertir en delito opiniones como las de Benedicto XVI. Ya han prohibido rezar delante de los abortorios.

El papa alemán trató de enderezar el camino recorrido por la Iglesia. Mediante el Summorum Pontificum de 2007, liberó la liturgia tradicional de la mazmorra en que la colocaron muchos clérigos por la vía de los hechos (ya que nunca ha sido derogada) y, aunque él no volvió a celebrar según el misal de 1962, insistió en la necesidad de rodear el rito nuevo de la mayor solemnidad, para lo que dio ejemplo. También retiró la excomunión a los obispos ordenados por el obispo tradicionalista Marcel Lefebvre.

En su pontificado Ratzinger atribuyó a la década de la liberación de instintos que se resume en la expresión mayo de 1968 la responsabilidad de la violencia, del terrorismo y hasta de los abusos sexuales producidos en los años posteriores.

Espiritualidad, sensatez, tradición, recuperación de la belleza y de las anclas doctrinales, dominación de los instintos… Quizás Benedicto XVI desempeñara el papel que San Pablo reserva a quien retiene al «hombre de la impiedad, el hijo de la perdición, el que se enfrenta y se pone por encima de todo lo que se llama Dios o es objeto de culto, hasta instalarse en el templo de Dios, proclamándose él mismo Dios».

Después de su abdicación, en el cónclave, en el que se movió entre otros poderes la mafia de San Galen, los cardenales eligieron papa al arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio.

Para un amplio sector del clero y del «aparato» eclesiástico (sólo en Alemania, los empleados de los obispados y la conferencia episcopal ascienden a miles de personas), la retirada de Benedicto supuso un triunfo. La interpretaron como la derrota de la Iglesia que quería ser conciencia del mundo y contra-mundo, a la vez que como una oportunidad para convertir a ésta en una acompañante de los hombres en su caminar en la Tierra. Sin pronunciar ninguna palabra que ofenda. El plan de Francisco es convertir la Iglesia en «un hospital de campaña», es decir, una ONG, en vez de en un templo.

En realidad, la conducta del clero, los teólogos y los académicos que ahora la gobiernan está mejor definida por las palabras del laico católico colombiano Nicolás Gómez Dávila: «Recelosa del banquete celeste, la Iglesia ha resuelto presentarse, sin invitación, a todos los banquetes».

Esos invitados impertinentes se han quedado muy contentos con la desaparición de Benedicto. Pueden seguir con sus panzadas. Sin embargo, conocemos por la fe el final de la historia… y ellos se quedan sin postre, sin café y sin puro, aunque sí con el fuego del mechero.

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