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La Gaceta de la Iberosfera
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LA CAPITAL ITALIANA SÍ HONRA A LOS SUYOS

Epifanía en Roma: el sentido homenaje a Benedicto XVI de la ciudad que le acogió

Muerte de Benedicto XVI. Europa Press

Hoy, la Iglesia y el mundo entero celebran la Epifanía del Señor y pienso que no podría haber mejor festividad como conclusión a la intensa semana vaticana. El pasado 31 de diciembre fallecía, a los 95 años, Benedicto XVI en el monasterio Mater Ecclessiae, dentro de los jardines vaticanos. Apenas unos días después, el pasado lunes 2 de enero, la capilla ardiente quedó abierta para todos los fieles del orbe que quisieran rezar junto a Benedicto. Allí me trasladé ese mismo día y de las catorce horas restantes de velatorio pude estar dos acompañando los restos mortales del pontífice alemán.

Han escrito muchos teólogos que a Ratzinger se accedía por la razón. Chesterton ánimo a los católicos a quitarse el sombrero al entrar a la Iglesia, pero nada más. La cabeza siempre debía estar bien colocada y Benedicto XVI es quizás el mejor paradigma de ello. Pero si bien sus escritos, de los que ya les hablamos en La Gaceta de la Iberosfera, atrajeron a muchos, a cientos de jóvenes nos cautivó con su sonrisa. En ese hablar pausado y alegre muchos encontramos la valía del Santo Padre. El presidente de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal Omella, ha definido hoy a Benedicto como el Papa de la esperanza, y razón no le falta. Animó a los jóvenes aquella noche tormentosa en Cuatrovientos, en la JMJ de Madrid, y ayer en el funeral parecía animarnos a todos ante el frío del enero romano.

A lo largo de estos días, decía, fuimos miles los católicos que nos acercamos a Roma a despedir a Benedicto. Algunos medios hablan de 60.000 fieles, pero como testigo directo puedo asegurar que fueron más. Muchos más. El martes por la mañana hice cola en el Vaticano para rezar quince segundos y apenas pude santiguarme frente al cadáver. Luego volvería, claro, para rezar con calma. Pero aquella breve plegaria lo fue por una cuestión de tiempo, claro, pero también se debió al impacto que causó en mí.

Durante su pontificado vi a Benedicto XVI dos veces: en Valencia, siendo yo niño; y en la JMJ de Madrid, cinco años más tarde. Era la época del papamóvil y la fina voz del Papa resonaba entonces en nuestros corazones. Aún hoy redobla en ellos y tengo por seguro que el eco será largo. Pero ahí, bajo el Baldaquino, el Papa estaba muerto. Y yo, católico de a pie, frente al Papa de mi niñez, frente al teólogo de mi juventud, no pude más que turbarme. La imagen me entristeció porque ni la mitra más preciosa ni las casullas mejor bordadas ni la paz de su semblante podían eclipsar la pena de un Papa muerto.

Roma, sin embargo, ha vivido una semana apasionante. El centro está preciosamente decorado y la ciudad se ha volcado con su obispo emérito. Quizás no pague traidores, pero Roma sí honra a los suyos. En cada escaparate una foto de Benedicto XVI parece saludar a los viandantes, bendecir –con su magna sonrisa– a todos los que por allí pasaban. Estuve en el restaurante favorito de Ratzinger, en la sastrería del Papa, en la heladería más cerca a Mater Ecclessiae. Y Benedicto XVI estaba en todo. Matteo Bruni, portavoz de la Santa Sede, nos dijo que con el descanso eterno de Benedicto descansaba también el Vaticano tras unos meses algo intensos y unos días frenéticos.

Volvimos ayer todos agotados, claro. Y Fiumicino parecía una sacristía. El arzobispo Iceta, a quien entrevistamos, nos habló de Benedicto XVI como un referente de la Iglesia Católica y hasta Félix Bolaños, ministro de Presidencia, protagonizó ayer un vídeo rindiendo homenaje al Papa emérito. Decía que hoy celebramos la Epifanía y es esto lo que se ha vivido esta semana en Roma. El centro del mundo ha ofrecido, en acción de gracias, el mayor presente, la mente más preclara de Occidente, el pensador más brillante de la cristiandad. Porque Roma fue la segunda patria de Benedicto y así lo dejó escrito en su testamento espiritual, tan breve como bello. La ciudad que le acogió le ha rendido homenaje durante más de cinco días. Y aunque se sentía como en casa por las calles romanas, cierto es, Ratzinger por fin ha llegado a su morada eterna. Descanse en paz.

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