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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

¿Cómo es el vino perfecto?

A menudo vemos el nombre de un vino acompañado de un número, hecho que parecía curioso y sorprendente hasta los años 80, cuando Robert Parker se hizo popular con sus primeras críticas, pero que se ha convertido ya en algo cotidiano para cualquier aficionado al vino.

Los mejores vinos se califican entre los 80 y los 100 puntos (los de calidad inferior no
suelen puntuarse públicamente), es decir, reciben una nota o valoración por parte de algún experto en vinos; pero, ¿cómo lo hacen? ¿Cómo juzgan los expertos la calidad de un vino?
Al catar un vino, cualquier crítico intenta ser lo más objetivo e imparcial posible, pero esto no siempre resulta sencillo, así que se intenta partir de unos parámetros universales y alejarse de los gustos personales. Es importante resaltar que los críticos trabajan para los consumidores, por tanto, deben satisfacer el paladar de un público global, no el suyo propio. También cabe destacar que muchos catadores deciden aproximarse a los vinos a ciegas, o lo que es lo mismo, sin ver las etiquetas, de manera que todo el análisis se basan la expresividad del vino y no en el prestigio del producto.
Así, uno de los métodos más empleados a lo hora de puntuar vinos es el conocido como método BLIC, un método de origen anglosajón que divide la calidad de un vino en cuatro factores clave: Balance (equilibrio), Length (longitud), Intensity (intensidad) y Complexity (complejidad). Siguiendo dichos parámetros, un vino perfecto sería aquel cuyos elementos están en perfecto equilibrio, un vino de los que denominamos redondos, sin aristas, en el que acidez, taninos, madera, fruta, etc, conforman una unidad armónica.
Además, debería ser un vino largo, cuyo recuerdo permanezca en nuestro paladar y nuestro olfato durante varios minutos después del último sorbo. Por supuesto, todo gran vino debe ser intenso, no agresivo, pero sí expresivo y, obviamente, complejo. Un vino de 100 puntos (el máximo otorgado en la escala de puntuación más habitual) debe decir muchas cosas y en el tono de voz perfecto, sin demasiada timidez, pero tampoco a gritos.
Por si todo lo dicho anteriormente no fuera suficiente, otros factores como la tipicidad o la emoción añaden valor a la puntuación de un vino. Por tipicidad entendemos la relación entre el paisaje del viñedo y el propio vino. Cuando un vino fresco nos traslada a un paisaje de montaña o un aroma a ceniza nos lleva a pensar en suelos volcánicos, irremediablemente los críticos sucumben a la magia del momento. La emoción es quizás el elemento más difícil de juzgar desde la objetividad, pero no por ello el menos importante.
Existen vinos que tienen algo especial que nos hace vibrar, a menudo no somos capaces de precisar qué factores provocan tal sensación, pero sí la percibimos de manera inequívoca. Eso, precisamente, es la emoción.

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