«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Cuento de Navidad ‘La americana’

Un cuento de Mario Crespo

Fue Helena la que me dio la idea:

-Mejor ponte camisa y chaqueta. Algo de vestir. Ya sabes que en casa somos bastante formales.

Me la había encontrado un par de días antes. Me encontró ella, más bien, y tocó el claxon. Me acerqué, enfoqué bien los ojos –soy miope- y tardé unos segundos en reconocerla. Lo habíamos dejado hacía demasiado, en segundo de carrera, y ni siquiera éramos amigos en Facebook. Muy de vez en cuando me llegaba alguna noticia suya a través de los poquísimos amigos comunes. Bajó la ventanilla, me llamó por mi nombre y me pidió que me subiera al asiento del copiloto. El coche olía a cuero y a colonia cara.

-Pero bueno, Alvarito.

Me aplastó un beso en la mejilla y me examinó de arriba abajo, desde las entradas hasta las zapatillas gastadas. Estaba guapísima. Que cómo me iba, me preguntó mientras arrancaba, y me reí, porque saltaba a la vista que no tan bien como a ella, con su cochazo y su peinado impecable –la melena más larga que entonces- y su pulsera de pedrería cara. Pero me propuse no ser un cenizo, que al fin y al cabo por eso se había acabado todo en su día. Le dije que muy bien, que había vuelto a Madrid, que trabajaba en el departamento informático de una consultora, que no me había casado y que tenía –mentí flagrantemente en el porcentaje- una novela a la mitad. Bajó el volumen de la música.

-¿Y tú?

-Pues ya ves: un poco más vieja. ¿Por qué no nos ponemos al día?

Me llevó a cenar a un sitio de moda. Recontamos anécdotas y nos dijimos, entre risas, que entonces éramos unos críos. Ella, me dijo, tenía un puesto importante en un banco pequeño, estaba soltera y había dejado de pintar. Le conté lo de papá y mostró la lástima justa. Qué dura iba a ser la Navidad, me dijo. Le expliqué que no pensaba pasarla en familia, que mamá se iba de viaje con una amiga divorciada a la Riviera Maya y que yo todavía no había hecho planes, pero que algo se me ocurriría. Al fondo del restaurante había un árbol de Navidad muy blanco y muy abstracto, apenas una espiral de neón.

-¿Y si vienes a cenar con nosotros en nochebuena? –me propuso-. Como amigo, claro. Mi madre te adora. No hace falta que contestes ahora: puedes pensártelo y me dices.

Di un sorbo al vino para ganar tiempo.

-Gracias- dije por fin-, pero no sé, la verdad. No quiero ser una molestia.

-Que no, tonto, que estaremos todos encantados. Por los viejos tiempos. Lo de la misa del gallo –me guiñó el ojo izquierdo- es opcional.

Luego seguimos charlando y bebiendo, pero el resto fue relleno, porque mi cabeza se quedó atrancada en la proposición. Recordaba que la familia de Helena era grande y alborotadora, bastante religiosa, con mucho dinero y con mucho de eso que lo que los antropólogos llaman ritos de paso, que creo que es lo que siempre ha faltado en la mía: desde pesca los domingos hasta puestas de largo. Seres un poco de otro tiempo. Vivían en un chalet grande pero estiloso, camino de la Sierra, con chimenea y cuadros viejos, en el que sólo había estado dos veces. Me imponían un poco, lo confieso, cuando salíamos juntos, pese a que siempre fueron exquisitamente amables conmigo, pero entonces era más joven y más tonto. Ahora la idea de la cena con velas y villancicos en versión jazz me resultaba de lo más deseable, que ya era hora de que se cortase mi mala racha.

Salimos otras cuatro o cinco veces; unas, solos; otras, con sus amigos pijos. Vimos La noche del cazador en un ciclo de cine clásico, le regalé un libro de Simenon y me sentí algo culpable por ser feliz justo en aquel momento. Besaba mucho mejor que entonces, pero mantenía su habilidad para cambiar de tema rápido una y otra vez, con ligereza, sin que quedase forzado. También seguía riéndose con mis chistes malos, mientras sacudía la cabeza y soltaba un resoplido.

Fue uno de aquellos días, después del trabajo, cuando fui en busca de una chaqueta. Había revisado el armario y nada me había parecido digno de una Navidad en casa de Helena; o nada me había parecido digno de Helena, en general: un traje brilloso gastado de tres o cuatro bodas, una chaqueta negra de Zara con las mangas demasiado largas y otra que me asfixiaba como un corsé. Me acordé de una tienda pequeña y anticuada por la que pasaba algunos días al salir del trabajo, en una calle poco transitada de Chamberí. El escaparate, abigarrado pero en orden, lleno de jerséis de ochos, pantalones de franela y corbatas de amebas, me transmitía un extraño bienestar, y a veces me quedaba mirándolo un buen rato, con actitud más de visitante de museo que de potencial comprador.

La puerta hizo sonar una campanilla leve.

-Bienvenido, caballero.

Me recibió un señor con ojos claros, pelo blanco y un aire de elegancia descuidada. Hablaba muy bajito. Le expliqué que buscaba una chaqueta y, por alguna rara razón, de pronto me vi contándole lo de la cena y lo de Helena. Le dije, con cierta vergüenza, que era una noche importante para mí y que necesitaba una chaqueta a la altura, entre otras cosas. Él me miraba muy serio y muy callado, asintiendo de vez en cuando como un viejo confesor hasta que se le fue dibujando una sonrisa. No dudó: se fue al fondo de la tienda, casi en penumbra, y tomó una chaqueta de un maniquí.

Y qué chaqueta. Era una americana de lana azul, un punto menos que marino, con cuadros grandes y finos pintados en celeste. Tenía los bolsillos de parche y los botones de hueso. Los hombros eran suavísimos; la solapa más bien ancha, pero sin exagerar, y no había forro. Era la americana que mi padre debía haberme regalado a los diecisiete años. Era justo la americana que uno podría llevar en Navidad a casa de Helena sin desentonar. La abrió como si fuera un capote y me ayudó a meter los brazos en las mangas. Antes de preguntar el precio supe que no podía permitírmela, pero qué más daba: estaba comprando un sentido de la elegancia, una forma de ver el mundo. Incluso, diría yo, una vida de éxito. Era mi rito de paso.

-Mírese al espejo.

Me sentaba casi como un guante; sólo habría, me sugirió, que entallarla un poco. Era liviana y fresca como la sábana de un fantasma.

¿Que por qué la compré? No lo sabré nunca: siempre he sido un tipo de sudaderas y vaqueros. Pero me miré al espejo y me vi cruzando el jardín del brazo de Helena. Se juntó todo, creo: la euforia de aquellos días, mi espíritu volátil, el poder de convicción del viejo y un poco lo del cuento de la lechera: ya me veía casado, feliz y triunfador. Así que me gasté trescientos euros que no tenía y la recogí a la semana, ya arreglada, en su percha de madera.

Fui yo, claro, el que acabé de estropearlo todo. Siempre lo hago. Estábamos en mi casa. Ni siquiera hubo una discusión tormentosa: sólo algunas frases hirientes, muy poco navideñas, y largos silencios. Que me aburría, le dije, yo qué sé por qué; que no soportaba a sus amigos, que odiaba la idea de pasar las fiestas con sus padres. Me respondió, recuerdo, que me veía tan gilipollas como siempre, y yo me quedé anestesiado porque sabía que era verdad.

-Mira, Álvaro –me dijo al final-: los dos sabemos que esto no va a funcionar. Ni funcionó entonces ni va a hacerlo ahora. No quiero que pierdas tu tiempo.

Y se fue sin despedirse.

Lo cierto es que me lamenté más por la nochebuena frustrada que por los borrosos planes de futuro. Quedaba menos de una semana para las fiestas y mi idea del mantel rojo y de la chimenea decorada con muérdago se había hecho añicos. Y entonces me acordé de la chaqueta y de los trescientos pavos. La saqué de su funda con rabia. Estaba claro: ya no la quería. Pensé primero en romperla, como los viejos judíos que se rasgaban las vestiduras, pero habría sido un gesto demasiado patético. Así que sólo la abracé, me la acerqué a la nariz y luego la tiré a la basura.

Ya había pasado año nuevo cuando reconocí. La llevaba puesta el mendigo que esperaba siempre a la puerta de la parroquia de ladrillo que había a pocas calles de mi casa, un tipo barbudo que podría ser búlgaro, rumano o algo así. Estaba apoyado en una columna. Debajo tenía un jersey de cuello alto lleno de bolas y una bufanda apretada. Se había resguardado las manos en los bolsillos. Pensé al verlo que tanta elegancia le restaría negocio, pero qué sé yo de esas cosas.

Anochecía y soplaba un viento helado. Yo estaba triste. Nos miramos durante unos segundos sin decirnos nada.

Tenía una extraña dignidad.

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