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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Quini, la trepidante vida de un 'brujo'

Con tanta gloria como tragedia, el asturiano pasa por ser uno de los más grandes en la historia del fútbol español. Cinco veces pichichi de primera y dos de la categoría de plata, sufrió un secuestro cuando atravesaba el mejor momento de su carrera.


Recordamos con profusión de detalles tantos nombres y momentos relacionados con este deporte porque los hechos que nos emocionan -o conmocionan- quedan fijos en la memoria sin esfuerzo. Lo demás, lo que pasó sin alterarnos para bien o para mal, resulta susceptible de olvido. Y como la infancia es un carrusel permanente de sensaciones y estremecimientos, somos capaces de revivir lo sucedido en la temporada 1980/81 mientras cuesta acordarse de quiénes marcaron los goles con tatuajes y celebración ensayada de hace dos semanas. Después de la niñez, y de forma casi irreversible, uno encoge los hombros y acaba por convertirse en desterrado de la más íntima y auténtica de las patrias: la de las primeras emociones. Y en el nuevo territorio, plagado de normas y preceptos, no hay mejor manifestación de nostalgia que el fútbol.
La historia de Quini es extraordinaria desde el principio. Su padre fue portero del Vetusta y él, a la postre goleador inigualable, estuvo a punto de firmar por el Oviedo después de pasar una prueba con el equipo carbayón. Quizá la heroica ciudad se encontrara durmiendo la siesta, porque Enrique Castro -“Vendaval”, según los motes de la época- terminó en las filas del máximo rival como su hermano Jesús, guardameta del Sporting durante años y fallecido al intentar rescatar del ahogamiento a dos niños. El más pequeño de la familia, “Falo”, llegó a defender el arco del Gijón Atlético y dejó a Quini como oveja goleadora y extravagante en una estirpe de arqueros.
Para llevar una vida tan trepidante, tan exitosa -y echando un vistazo a otros especímenes-, sorprende la naturalidad y educación con que pasó por el mundo. Tal vez por eso gustó tanto a todos y hasta las aficiones de sus más enconados rivales le trataran siempre con absoluto respeto. Enrique Castro era un brujo de magia blanca con prodigiosa capacidad de hacer fácil la suerte máxima del fútbol: el gol. Cabe preguntarse cuantísimos millones podrían pagarse por él en esta época de Higuaínes a noventa kilos la pieza, máxime si observamos su currículum personal: cinco veces “Pichichi” en primera -una de ellas, pese a que su equipo descendió de categoría- y considerado mejor jugador en la historia del Sporting, equipo que ha contado con tremendos futbolistas como Maceda, Joaquín, Ferrero, Juanele, Luis Enrique o el pequeño Eloy Olaya.

Quini, que nació en Oviedo, dejó muy niño aquella ciudad para trasladarse hasta Avilés junto a su familia. Ya conocido con el apelativo de siempre, marcaría los primeros goles defendiendo la camiseta del equipo del lugar, el Ensidesa, y un buen día llamó la atención del Sporting tras hacerle cuatro al filial de los rojiblancos. Le ficharon en 1968, cuando sólo tenía diecinueve años. El arranque con los gijoneses sería demoledor: en la primera temporada, ascenso a la máxima categoría; en la segunda, debut como internacional. Era el comienzo de una larga lista de convocatorias con la selección española que le llevarían a completar hasta treinta y cinco participaciones, en una época que no ofrecía tantos encuentros entre combinados nacionales y vestir esa camiseta estaba al alcance de muy, muy pocos privilegiados. En un Irlanda del Norte-España, año 1972, George Best le rompería el pómulo y esta circunstancia iba a apartarle de las canchas una temporada entera.
Su facilidad para perforar metas rivales atrajo el interés del Barça, pero el Sporting se negó varias veces a traspasarlo y esta situación provocó no pocas tensiones entre club, jugador e hinchada. La tormenta estalló al finalizar el campeonato 1975-76 con el Sporting en puestos de descenso, Quini “pichichi” y nuevas calabazas al Barcelona pese a la gran oferta de los azulgranas. Enrique montó en cólera y hasta llegó a plantearse seriamente la retirada del fútbol. En lugar de eso, decidió continuar y tal determinación se reveló acertada: le aguardaban temporadas de gloria con ese Sporting de Mesa, Ferrero, Cundi, Uría o Morán que él mismo encabezaría, como gran goleador, hasta hacerle luchar por todos los títulos nacionales. No logró ninguno, pero el equipo acarició la consecución de ligas y Copas del Rey.
Cuando el asturiano había alcanzado la treintena, año 1980, se hizo realidad el sueño tantas veces postergado de fichar por el Barça. Aquel carísimo traspaso fue el bombazo del verano y despertó la misma expectación que ahora provocan las ventas y presentaciones de Mbappé o Luis Suárez. Quini era, de largo, el hombre-gol más reconocido del panorama futbolístico nacional. Llegaríamos a la segunda vuelta de la temporada, ya en 1981, sin que ninguna sorpresa sacudiera la actualidad balompédica: Atlético y Barcelona pugnaban por el título, Quini comandaba la tabla de máximos goleadores, el Madrid estaba al acecho y la Real Sociedad de Zamora, Satrústegui o López Ufarte consolidaba su estatus de equipo grande. Y de pronto, el secuestro. Tras un Barça-Hércules con participación destacada de Enrique Castro, el ariete fue sorprendido por unos delincuentes comunes y trasladado a un taller mecánico de Zaragoza donde permanecería más de veinte días.
La terrible circunstancia golpeó con fuerza al club azulgrana y a todo el país. Como los captores exigieron la entrega de cien millones de pesetas en una cuenta suiza, España y la nación helvética pactaron el levantamiento del secreto bancario para este caso concreto y la policía pudo localizar a los criminales. Después llegó el rescate de un “Brujo” que, demacrado, barbudo y con varios kilos menos, fue recibido en Barcelona por una gran multitud. Como Quini era un pedazo de pan, perdonó a su captores y renunció a cualquier tipo de indemnización. De vuelta al trabajo -aquellos sí eran hombres-, fue capaz de terminar como “pichichi” la temporada y resultó decisivo en la final de Copa que los blaugranas ganarían, así es la vida, al Sporting de Gijón.
Después de cuatro años defendiendo la camiseta barcelonista -y dos pichichis, y dos Copas del Rey, y una Recopa de Europa, y una Supercopa de España, y otra Copa de la Liga-, Quini abandonó el club y volvió al Sporting. Jugaría tres temporadas más. Su retirada, ya con treinta y siete tacos, contribuía a poner punto final a aquel tiempo de perros y conejos lanzados a la cancha, de goleadores temibles sin especial pinta de futbolistas, de vendas cubriendo la frente y a rematar el córner, de domingos de carrusel con niños y hombres al borde del colapso, de fotógrafos detrás de las porterías. Otro mundo y otro fútbol: cuando nos pedíamos ser Quini.

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