La prosperidad de cualquier nación depende de la capacidad de sus habitantes e industria para acceder al suministro de energía de forma asequible y con seguridad. Dada su importancia, la política energética debe plantearse con perspectivas temporales largoplacistas. Sin embargo, es habitual que estas políticas se diseñen atendiendo a criterios puramente electoralistas y que en absoluto redundan en un mayor bienestar de los españoles. Lo idóneo sería plantear horizontes a 30-50 años, coincidentes con la vida útil de las redes eléctricas y de determinadas tecnologías.
De cara a los próximos 30 años, la meta actual del Gobierno consiste en el «Net Zero», es decir, en descarbonizar todo el sistema. Estos objetivos pretenden conseguirlos forzosamente a través de la regulación: por ejemplo, prohibiendo la venta de vehículos de combustión a partir de 2035. No buscan el bienestar de los españoles, sino el bienestar del «clima».
Igualmente, el objetivo «Net Zero» es objetivamente imposible, pues exigiría al menos duplicar el sistema eléctrico actual. Actualmente la electricidad representa sólo un 20-25% de la energía primaria consumida. El resto está por electrificar — si es que es posible — a través de tecnologías como el vehículo eléctrico, la bomba de calor, los combustibles sintéticos, etc., así como la captura y almacenamiento de CO2. Todas estas alternativas, muchas de ellas aun en desarrollo, implican unos costes prohibitivos. No son creíbles.
Además de los elevados costes y la falta de desarrollo, otro de los aspectos fundamentales es la falta de recursos minerales esenciales. Las plantas fotovoltaicas, los parques eólicos y los vehículos eléctricos requieren ingentes cantidades de estos minerales. Por ejemplo, un coche eléctrico requiere seis veces más minerales que un coche tradicional. Desde 2010, la cantidad de minerales necesarios para cada nueva unidad de energía generada se ha incrementado en un 50% a causa de las renovables.
Así, la falta de recursos minerales se conforma como una de las grandes barreras. No sólo por su escasez, sino por los lugares donde se encuentran: fundamentalmente China y países como Rusia o la República Democrática del Congo.
En este sentido, si bien se prevé su cierre, lo cierto es que la energía nuclear debería ser un claro aliado: su consumo de recursos minerales y agua dulce es muy inferior al que requieren tecnologías como la fotovoltaica, la eólica o el hidrógeno. Salvo España, así lo entienden cada vez más países que apuestan por la continuidad de sus centrales nucleares, con autorizaciones para operar 60 e incluso 80 años — como en el caso de Estados Unidos — y la construcción de nuevas plantas.
Así pues, ni los objetivos planteados son creíbles ni tampoco las vías planteadas para alcanzarlos. La energía nuclear debería jugar un papel fundamental: no sólo garantiza el abastecimiento y produce electricidad de forma constante, sino que frena las emisiones y reduce la dependencia del exterior.