Alemania ha nacionalizado su principal importadora de gas, Uniper, para evitar su quiebra. La idea original del ministro del ramo, el escritor de cuentos infantiles y parte de la cuota verde Robert Habeck, era salvarla imponiendo un recargo a los clientes, pero la maniobra no ha funcionado y el Gobierno ha decidido olvidarse de ella a poco de pergeñarla. Así están las cosas en el país, donde se han juntado la incompetencia, la imprevisión y la fantasía ideológica.
Alemania es una de las grandes potencias industriales del planeta, la primera de la Unión Europea, y la crisis energética está provocando un verdadero caos en una economía que ya tiene la recesión al alcance de la mano. Este promete ser un invierno muy, muy duro en el país germano, y no sólo para los ciudadanos directamente, sino muy especialmente para su industria, que se ha alimentado hasta ahora de un gas barato comprado a Rusia.
La catástrofe está abriendo grietas entre los aliados políticos, muchos de los cuales empiezan a pensar que no pueden ganar este póker del mentiroso. Michael Kretschmer, de la CDU y presidente del estado de Sajonia, ha declarado abiertamente que Alemania «no puede prescindir del gas ruso» y que las sanciones impuestas a Rusia por la Unión Europea son las culpables de la escasez. Y es verdad, pero no toda la verdad. La verdad completa tendría que incluir por qué razón una potencia como Alemania apostaba todo a un caballo en tan crucial carrera, porque hacía depender toda su prosperidad y bienestar al flujo continuo del gas ruso, y ahí habría que hacer un profundo examen de conciencia sobre la frivolidad de sus decisiones verdes.
Y, hablando de lo verde, los Verdes en el gobierno siguen empeñados en cerrar las tres últimas plantas de energía nuclear que aún funcionan en Alemania para fin de año, como estaba previsto antes de que estallara la crisis, cruzando los dedos para que este invierno un número suficiente de centrales nucleares francesas vuelvan a activarse y puedan comprarle la electricidad que necesitan a su vecino.
Esto es parte central de la hipocresía ecológica, que no tiene reparos en comprar energía que consideran sucia o peligrosa con tal de que la produzcan otros. Es, por ejemplo, el modelo de California, que, por cierto, también ha alertado de un invierno complicado.
Y así llegamos a algo que retrotraerá Alemania a sus peores épocas, si atendemos a las palabras al alcalde de Berlín, que ya ha insinuado que quizá haya que apagar la red eléctrica dos o tres horas. En pleno invierno centroeuropeo. Y no es el único, porque al alcalde se suman numerosos expertos defensores de cortes de luz controlados para evitar la peor pesadilla, que la red se caiga por las buenas.
Porque, si ya es difícil, tal como está la energía, mantener la corriente, la carestía del gas viene a sumar nuevas presiones sobre la red, ya que, a falta de calefacción por gas, muchos tendrán que recurrir a calentadores eléctricos a poco que bajen las temperaturas.
A todo esto, los precios de los productos de consumo empiezan a estar por las nubes, lo bastante como para que una mayoría de ciudadanos, el 60% según estimaciones, llegan ya a fin de mes habiéndose gastado hasta el último euro del sueldo. Pero para evaluar hasta qué punto llega la crisis económica habrá que esperar a 2023, cuando empiecen a acumularse los impagos.
Y, ante este panorama, el Gobierno no tiene un plan. Deben de esperar vivir de consignas, como en ese discurso en el que la pepera Cuca Gamarra decía en el Europarlamento que «nosotros» (los países comunitarios, se entienden) tenemos una fuente de energía mucho más potente que el gas: los valores europeos. Precioso, pero dudo que se pueda alimentar la calefacción a base de valores europeos.