Una de las evidencias mĂĄs claras de que vivimos en la era de la infantilizaciĂłn de la sociedad es la ocultaciĂłn permanente y cobarde de la muerte. El nuevo tabĂș supremo pone todas las trabas posibles, incluso calificando para mayores de 16 años la retransmisiĂłn televisiva de una procesiĂłn, para eliminar de la conciencia del hombre la responsabilidad de hacer que su vida tenga sentido, que es algo que sĂłlo ocurre cuando acepta su mortalidad y la encara de manera decidida y consciente.
TodavĂa, por suerte, el tabĂș queda proscrito una vez al año, en la Semana Santa, cuando la religiĂłn catĂłlica sale de los templos y marcha en procesiĂłn por las calles de la Hispanidad. AhĂ, en el ritmo de los tambores, en el paso lento de penitentes y costaleros que levantan con sufrimiento los pasos que representan la pasiĂłn de Cristo, ante el arte duro y amargo de las tallas, los españoles de un lado y del otro del ocĂ©ano, sometidos por polĂticas infantiloides, contemplamos, rezamos, maduramos y mejoramos.
No deberĂa hacer falta fe, aunque ayude, para entender los beneficios que para la identidad de los pueblos tiene el hecho religioso. El pensamiento crĂtico, el sacrificio, el propĂłsito de enmienda, la misericordia, la piedad o el arte con mayĂșsculas no existirĂan sin la idea de la muerte como antesala de la trascendencia. Tampoco la esperanza. Ni la idea legionaria de que la muerte es nuestra mĂĄs leal compañera y abrazarla como a una novia es el mayor servicio que un soldado puede hacer a su Patria. SĂłlo la muerte forja hĂ©roes.
Como dice el filĂłsofo David CerdĂĄ: «Es gracias a la inminencia de la muerte que husmeamos como posesos el sentido de vivir. Una vida infinita serĂa una vida irrelevante». Y agotadora, añadimos.