Los intereses permanentes de España, la inmutable españolidad de nuestras plazas de soberanía en África y nuestra posición geoestratégica como Frontera Sur de Europa exigen que mantengamos una relación lo más fluida posible con el Reino de Marruecos desde una posición de respeto mutuo.
Cada Gobierno de España ha confundido y confunde casi siempre el respeto con la debilidad. Igual, pero peor, que el estado musulmán. Marruecos basa sus relaciones con España en una abierta hostilidad que reivindica, sin derecho alguno, «la integridad territorial en sus fronteras auténticas» (artículo 42 de la Constitución marroquí).
Desde el final del protectorado marroquí en 1956, la monarquía alauita, que retiene buena parte del poder ejecutivo bajo la apariencia de una monarquía constitucional, ha utilizado todos los métodos conocidos de hostigamiento contra España y ha demostrado un conocimiento profundo de nuestras debilidades que ha explotado en nuestra contra con descarada impunidad. Insistimos: no sólo ahora, aunque ahora sea peor, sino desde siempre. También en tiempos de la dictadura. Siempre ha sido así.
Hoy, la guerra que mantiene Marruecos con España es, como dirían los analistas, «asimétrica». Mohamed VI, comendador de los creyentes, debilita a nuestro país con el uso de la inmigración musulmana ilegal y masiva como arma favorita. Pero no se queda ahí. Mínima cooperación en materia de persecución del tráfico de drogas, organización de partidos promarroquíes en Ceuta y en Melilla, invasión del islote de Perejil, violación constante de nuestras aguas jurisdiccionales por parte de buques de la marina de guerra marroquí y un largo etcétera que incluye una muy, pero que muy mejorable actitud en lo que respecta a la colaboración con España en la lucha contra un terrorismo yihadista bien nutrido de marroquíes.
A cambio, España riega de dinero, ya sea en forma de las remesas enviadas por los inmigrantes marroquíes, en ayudas directas o en la promoción de sus productos hortofrutícolas a costa del campo español. Además de mantener Melilla como el pulmón económico que apacigua el Rif, España, sola o acompañada por Francia, también es la gran valedora para que Marruecos sea el mayor receptor exterior de fondos de la Unión Europea, por no olvidar el bochornoso episodio reciente en el que los europarlamentarios del PSOE votaron en contra de la condena a Marruecos por la ausencia de libertad de prensa. Una votación a la que, por cierto, no asistieron los eurodiputados del PP.
Es cierto que nuestra balanza comercial es favorable —todavía— a España y que la defensa de los intereses de las empresas españolas que trabajan en y con Marruecos, requiere tragar determinados sapos. Pero no es menos cierto que en la balanza de sapos a tragar por ambos países, nosotros nos empachamos de continuo.
Cuando todavía no se ha apagado el eco del desastre sanchista de regalar a Marruecos, a costa de echar a perder —¿de manera intencionada?— nuestra privilegiada relación con Argelia, la soberanía del Sahara, la primera reunión de alto nivel que se celebra entre ambos países desde 2015 ha escenificado de nuevo, con la espantá de Mohamed VI a Gabón, que demostrar debilidad con Marruecos y hacer el papelón habitual nos coloca siempre en una posición de sumisión que a medio y largo plazo pone en peligro no sólo nuestros intereses, sino nuestra integridad territorial y nuestra soberanía.
Que sea a medio o largo plazo significa que, por supuesto, llegará el día en el que Marruecos, socio militar privilegiado de los Estados Unidos, movilizará sus ansias imperialistas en nuestra contra. Ese día, España, que ya tiene un millón de marroquíes en el territorio nacional que no van a dejar de serlo, igual que la inmensa mayoría de los musulmanes españoles en Ceuta y en Melilla mantiene la nekua —el DNI— marroquí en un cajón, deberá demostrar una fortaleza, no sólo militar, sino de convicciones, que no estamos entrenando. Marruecos, sí.