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Batallas sangrientas y tratados de paz débiles

Con socios y amigos como Marruecos, quién necesita enemigos

Dos sextos, Felipe y Mohamed, casi de igual a igual en septiembre de 2019 (Foto: Casa De S.M. El Rey)

La historia de las relaciones hispano-marroquíes está llena de tratados de paz, capitulaciones, reivindicaciones, hostigamientos y batallas sangrientas. Los incumplimientos marroquíes y la debilidad secular española son las bases sobre las que se asienta el ardor guerrero de dos Estados «amigos», pero mucho menos.

El 28 de mayo de 1767, el sultán Sidi Ahmet El Gazel firmaba ante Jorge Juan, el enviado de Carlos III, un tratado de paz «firme y perpetuo». En 1774, el sultán, que consideraba contrario al derecho de gentes la existencia de presidios en el solar de su Imperio, sitió la plaza de Melilla y el Peñón de Vélez. Rechazados todos los ataques, Carlos III ordenó desviar la gran ofensiva que se preparaba desde la Península para castigar a Marruecos y dirigir las fuerzas hacia Argelia. Fue un error. En vez de someter al sultán, nuestras tropas fueron aniquiladas en el desembarco de Argel por la ineptitud del general O’Reilly.

La debilidad española forzó una paz y un tratado político y económico débiles. Pocos años más tarde, Marruecos entraba en una nueva guerra civil de la que saldría vencedor un enemigo declarado de España: Muley Eliacit. El nuevo sultán festejó su triunfo en 1790 atacando Ceuta. Las fuerzas moras fueron destrozadas. Durante las siguientes décadas, la guerra de la Independencia y las disputas dinásticas consiguieron que España se olvidase de la cuestión africana (de las grandes batallas, no de los hostigamientos constantes) hasta 1843. En ese año, el bajá de Tánger ocupó por la fuerza los territorios limítrofes a Ceuta y atacó Melilla. La enérgica reclamación del general Narváez y la mediación inglesa (que quería evitar una alianza hispanofrancesa en Marruecos) sentaron a los enviados de Isabel II a la mesa de negociaciones. De ella saldrían los convenios de Tánger y Larache, por los que se otorgaban ventajosas condiciones económicas a España. Como siempre, Marruecos incumplió los acuerdos. A pesar de ello, Isabel II autorizó en 1859 la firma de un convenio con el sultán Abd-Erraj-Man. Mientras se firmaba, los moros atacaron Ceuta. El Gobierno preparó las fuerzas navales y dio un plazo de diez días para reparar la ofensa. Al noveno día murió el sultán. Su heredero, Sied Mohammed, entró en guerra con España en octubre de 1859. Durante seis meses se libró una contienda brutal que llevó al sultán a capitular tras la batalla de Wad-Ras. El tratado de paz fue, de nuevo, malo («Una guerra grande y una paz chica», dijo O Donnell).

La formación, armamento, tecnología e Inteligencia americana pondrá en una década a los Ejércitos marroquíes por encima de los españoles

La debilidad interna marroquí provocó en 1880 que una cabila rebelde atacara la plaza de Melilla, así como la fortaleza de Sidi Aguriach. Cuando Martínez Campos se disponía a arrasar Marruecos, el sultán ofreció la cabeza de los rebeldes, así como una indemnización de cuatro millones de duros. Muerto el sultán, su heredero, Abd-el-Aziz, pidió una moratoria en el pago y envió a Madrid a un embajador que sería abofeteado a la salida del hotel por un general demente. La afrenta motivó que se accediese a la moratoria.

A principios del siglo XX irrumpe en escena Abd el Krim. Desde 1907, el traidor rifeño intrigó para, desde su puesto, de «kadi-kodat» (juez de jueces), formar un ejército rifeño unido. En 1921, a cuenta de un avance de las tropas españolas del general Silvestre, comienza la batalla de Annual, el mayor desastre militar español contemporáneo. Alfonso XIII reaccionó ordenando recobrar el prestigio a sangre y fuego. Desde 1921 hasta 1926, Marruecos y España vivieron una guerra salvaje que sirvió de entrenamiento para los militares africanistas que luego se alzarían contra el Frente Popular de la Segunda República.

Mohammed VI, ese comandante supremo al que no se le nota el toque castrense, jamás ha podido olvidar a qué sabe la derrota

La Guerra Civil y el Gobierno de Franco aplazaron todas las cuestiones africanas. A la independencia marroquí (1956), la dinastía alauí trató de expandir su «imperio» a costa del Sahara y de las plazas de soberanía en el norte de África. Hasta 1976, cuando España abandonó el Sahara, Rabat hostigó constantemente a las fuerzas españolas, lo que se tradujo en enfrentamientos silenciados por la censura. Tras la marcha verde, Hassan II aparcó su política reivindicativa. Muerto el rey en 1999, le sucedió Mohamed VI, quien el 11 de julio de 2002 heredó la tradición de El Gazel, incumplió el tratado de amistad e invadió el islote español del Perejil. Seis días después, España expulsó al invasor con una acción militar que, «al alba y con viento fuerte de levante», humilló a las fuerzas marroquíes a pesar de los intentos casi desesperados del secretario de Estado de George W. Bush, Colin Powell, de evitar la justa recuperación del islote para el «statu quo ante», es decir, la soberanía española de un peñasco habitado sólo por cabras.

Mohamed VI, ese comendador de los creyentes, ese comandante supremo al que no se le nota el toque castrense (guiño, guiño, codazo), jamás ha podido olvidar a qué sabe la derrota y desde ese dia, desde su despacho con un mapa que incluye Ceuta, Melillas y las Islas Canarias como parte del reino alauita, trabaja en la modernización de sus Fuerzas Armadas. El pasado octubre, Marruecos y Estados Unidos, aliados eternos desde los tiempos de Jefferson, firmaron un pacto que convierte a nuestros vecinos y nunca amigos en socios privilegiados militares de Washington. La formación, armamento, tecnología e Inteligencia americanas pondrán en un plazo no más largo de una década a los Ejércitos marroquíes por encima de los españoles y entonces a ver quién es el que sale al alba.

En Ceuta y en Melilla hay decenas de miles de españoles de ascendencia marroquí que mantienen guardada la nekua

Como una hormiguita, Marruecos sigue una estrategia que arrincona a España y la debilita. Todo el mundo sabe que en la dictadura marroquí, en esos desiertos no tan lejanos, no se mueve un hoja sin que Rabat lo sepa y lo autorice. Cada patera, cayuco o lancha neumática que sale de la costa marroquí en dirección a Canarias o a las playas del sur de España, va bendecida (y autorizada con la correspondiente mordida). Rabat, es una evidencia ahora constatada, y no tiene nada que ver con la corrupción de la Gendarmería marroquí, controla el flujo de la migración ilegal con fines políticos y también militares.

La afición inmoderada de Mohamed VI por los palacios antes que por la prosperidad de su pueblo mantiene, de momento, al rey enterrado en euros españoles y a una población empobrecida e islamizada que parasita las ciudades españolas. En Ceuta y en Melilla hay decenas de miles de españoles que mantienen guardada la nekua, el DNI marroquí, en la mesilla de noche para el día que a Mohamed, a su hijo, o al hijo de su hijo, le dé por portarse como un bajá islámico en vez de como un líder occidental —africano, pero occidental—. Y ese día (la historia es tozuda: Marruecos siempre ataca primero y siempre ataca de nuevo), llegará.

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