«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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25 de noviembre de 2022

Decir la verdad no es violencia

La ministra de Igualdad, Irene Montero (C. Luján /Ep)

Mucho, y de alguna manera muy bien, debemos de haber avanzado en España para que recordar a una ministra responsable de una ley perjudicial e inútil lo que todo el mundo sabe sobre los méritos académicos que la hicieron elegible para ocupar un sillón en el Consejo de Ministros, sea «violencia política llevada al máximo extremo» (Ángels Barceló, periodista de la Ser, dixit).

No está nada mal que ahora la violencia política extrema sean unas palabras —bien dichas porque son verdaderas— en una nación que ha recogido del suelo los cadáveres de tres presidentes liberales o conservadores del Consejo de Ministros (Cánovas, Canalejas y Dato), en cuyo Parlamento la bancada de la izquierda socialista ha sacado pistolas (Indalecio Prieto), ha amenazado de muerte a líderes de la derecha (Pablo Iglesias a Antonio Maura, que sufrió dos atentados, y Dolores Ibárruri a Calvo Sotelo, asesinado por los escoltas de La Mecanizada de Prieto) y que ha tenido diputados democristianos como Javier Rupérez secuestrados o padres de la Constitución como Gabriel Cisneros tiroteados por una banda de asesinos de extrema izquierda cuyos herederos políticos son los socios preferentes del Gobierno en el Congreso.

Está fenomenal, en lo que tiene de avance con respecto a unos tiempos miserables, que una intervención severa, sin amenazas ni pistolas, de la diputada de Vox Carla Toscano puedan catalogarla hoy algunos como «violencia política llevada su máximo extremo». Está fenomenal… pero es ridículo.

En un país de un millón de muertos (en exageración literaria del gran Gironella) y en el que el líder de un grupúsculo filoterrorista que impone hoy sus condiciones al Gobierno obligó en sus tiempos de pistolero etarra a jugar a la ruleta rusa a uno de sus secuestrados, decir la verdad sobre un miembro del Gobierno, incluso usando una forma elegante que da para hacer hermenéutica de las palabras pronunciadas en la Tribuna, no puede ser, porque no lo es, «violencia política».

Y si no puede ser, si no lo es, si no cuela, si es hasta impúdico y da vergüenza ajena, sólo nos queda inferir que la pantomima de la izquierda ofendidita, acompañada como siempre por el buenismo moderado de los tibios, sólo es una estratagema para tapar con lágrimas de cocodrilo feministas la inutilidad intrínseca y manifiesta de este Gobierno para administrar el Estado y forzar un cierre de filas ante las críticas legítimas, fundadas y severas, como corresponde al daño inflingido, a una ministra inútil.

Vivimos tiempos anormales en los que el insulto permanente de la izquierda y del separatismo hacia Vox, un partido que ha defendido siempre la Constitución y el imperio de la ley justa, no se considera insulto, sino firmeza democrática. Tiempos anormales en los que cualquier crítica de Vox en su función de oposición legítima hacia la izquierda gobernante reclama por parte de esta una sucesión de alertas antifacistas que siempre terminan en agresión (Vallecas, Sestao, Vic y tantos otros sitios) contra el partido de Santiago Abascal.

Ante este estado de anormalidad política sólo caben dos posiciones. La primera, que no recomendamos, es la de la equidistancia tibia entre los indultadores de golpistas y los defensores de la Constitución. La segunda, mucho más novedosa y sin duda la preferida por millones de españoles, es plantar cara y no ceder ni un milímetro a pesar del coste personal que pueda suponer defender la verdad con vehemencia. Esto es, en concreto, lo que una vez más ha hecho Vox y no es violencia. Decir la verdad, aunque en el siglo del wokismo y la corrección política esté mal visto, sólo es decir la verdad.

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