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7 de julio de 2022

El principio de Peter (Sánchez)

Los todavía primeros ministros del Reino Unido, Boris Johnson, y de España, Pedro Sánchez (EP)

La razón última de la dimisión en diferido del primer ministro conservador británico, Boris Johnson, más allá de sus frívolas fiestas pandémicas y el coste absurdo de la decoración de su residencia con dinero público, está en que ha perdido la confianza de muchos de sus ministros.

La catarata de dimisiones y los mensajes públicos que algunos de sus colaboradores más cercanos han colgado en las redes pidiendo la renuncia de Johnson, confirman la distancia enorme que hay entre el Partido Conservador y el líder torie. Una distancia que se hace abismo al pensar en la posibilidad de perder las elecciones de 2023 (a más tardar, mayo de 2024) frente a los desnortados laboristas que han sido, y lo siguen siendo, incapaces de articular un discurso político coherente en las relevantes crisis protagonizadas por los conservadores que antecedieron a Johnson como David Cameron y Theresa May.

Podríamos seguir indagando en las razones de la forzada dimisión en diferido de Boris Johnson, pero a los efectos de un editorial, resulta mucho más interesante fijarnos en cómo, al contrario que en España, el sistema británico de Gobierno no convierte a los ministros en palmeros aferrados a un sillón.

Hay razones, sin duda, para que más de 50 miembros del Gobierno británico hayan enseñado con sus dimisiones el camino hacia la puerta de salida a Johnson. Y, sin duda, son muchas menos razones que las que hay para que los ministros del Gobierno de Pedro Sánchez (al menos la parte socialista del Ejecutivo, que la podemita está a buen recaudo mientras se le permita viajar en Falcon a hacerse fotos y autorretratos en la Quinta Avenida de Nueva York), se retire de la vida pública dando un portazo de dignidad personal. Que eso, y no otra cosa, es una dimisión por discrepancias políticas.

En los últimos 20 años, han dimitido más de 200 miembros, mayores o menores, del Gobierno británico. Algunos presentaron su renuncia por escándalos personales —personales o financieros— publicados por los implacables tabloides ingleses. Otros dimitieron para pagar el precio de sus errores al frente de sus ministerios. Pero la mayoría dimitió por discrepancias políticas irresolubles, o lo que es lo mismo, por considerar que su conciencia les impedía participar en determinadas decisiones colegiadas.

En España, en los mismos años, hemos presenciado un pellizco (no llega ni a puñado) de dimisiones de ministros. Que nos conste, sólo una, la de Alberto Ruiz Gallardón, por una discrepancia política fundamental tras la negativa de Mariano Rajoy a cumplir con su promesa de derogar la Ley del Aborto de Zapatero.

A Boris Johnson le dimiten por sus fiestas y dispendios. A Sánchez, después de una pandemia ocultada en sus primeros y trágicos días por motivos políticos, de los subsiguientes estados de alarma ilegales, del indulto a los sediciosos catalanes, del uso abusivo de los recursos públicos para mayor gloria y descanso del presidente, del nuevo rumbo en la política exterior con el Magreb, de la rendición de la memoria democrática a la ETA… no le dimite nadie.

Que no haya habido un solo ministro que con un sonoro portazo haya tratado de recuperar parte de la dignidad perdida por haber formado parte de los últimos Gobiernos de Sánchez I, el autócrata, refleja lo que hace falta para ocupar una cartera ministerial hoy en España.

A saber: ser un manso sin conciencia o haber alcanzado, según las reglas generales del Principio de Peter, el máximo nivel de incompetencia. O las dos a la vez, que es lo más habitual en los ministros de Peter (Sánchez).

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