Cada 6 de diciembre, la misma vieja historia, el mismo espectáculo. El establishment, es decir, el poder y toda su corte mediática, declaran su entusiasmo por la Constitución española de 1978. El fervor magno, por desgracia, sólo les dura 24 horas. Incluso menos. Apenas los minutos necesarios para declarar algo muy progre a una televisión subvencionada o maumauar un editorial desde esa nueva izquierda exquisita que es el socioliberalismo periodístico.
Cumplidas las dos funciones de mañana y de tarde para los telediarios, el establishment vuelve a casa, palacio o similar, se quita el maquillaje y dedica los 364 días siguientes, 365 si el año es bisiesto, a preparar bocaditos de roquefort con nuez molida con los que recaudar fondos para los Panteras Negras, que por si acaso alguien no ha leído a Tom Wolfe, debería servir como alegoría del ejercicio sistemático de desprecio y aniquilación de la Carta Magna.
A la Constitución se la puede despreciar de muchas maneras. Por ejemplo, incumpliéndola con afán, decretando estados de alarma ilegales, socavando la separación de poderes, usando la Fiscalía General del Estado con fines partidistas y arrojando a la basura los principios de igualdad y de presunción de inocencia. También, por supuesto, alabando la inmersión lingüística y otras patrañas para relegar nuestra lengua común, el español (mal conocido también como castellano), ese campeón contra el nacionalismo.
La lista de desprecios a la Constitución de la mayoría de los partidos políticos del arco parlamentario —sobre todo de esa mayoría frankenstein— es larga y obscena. Ojalá quedara vivo algún padre de la Constitución que no haya recibido (y aceptado) el premio Sabino Arana o la cruz de Sant Jordi, para preguntarle si no habría merecido la pena ser un poco más explícito en algún que otro artículo o haber dispuesto un severo régimen sancionador para los que a diario, desde el poder que les concede la Constitución, trabajan para acabar con ella.
Que no son sólo los políticos del establishment. Junto a ellos conviven determinados medios y organismos parasitarios que se dicen independientes, pero que mendigan suscripciones a cambio de premios (fiesta incluida) en un proceso de mutualismo parecido al que mantiene el pez payaso con la anémona. También esos parásitos, justo el 6 de diciembre, se erigen en campeones de la Constitución que desprecian cada medianoche del resto del año, cuando al sonar las campanadas convocan con entusiasmo al espíritu republicano de Antonio García-Trevijano o maquillan, de nuevo, el cadáver de Manuel Azaña. Inciso: no dejen de leer Azaña, el último libro de José María Marco.
Frente a todos ellos, políticos del establishment y sus anémonas (o al revés), en los últimos años apenas ha habido otra oposición que no sea la de VOX: han sido las demandas, querellas y recursos presentados por la Vicesecretaría Jurídica de VOX los que han logrado detener el rodillo positivista y nacionalista, y frenar la ruptura de España. Y nadie más. Esto no es opinable. Son hechos objetivos.
Que los que duermen enroscados bajo el discurso de la tercera república se atrevan a decir o escribir que VOX es un partido anticonstitucional por no querer participar del homenaje que los sepulcros blanqueados del consenso socialdemócrata le tributan una vez al año durante unos pocos minutos, es una estupidez que podrá engañar a unos cuantos, pero cada vez a menos.
La Constitución no es perfecta y ojalá pudiera modificarse para eliminar los pequeños, pero notables, errores y las imprecisiones que dejan al albur de lo politizado que esté el Tribunal Constitucional ciertas interpretaciones que en el pasado rarísima vez han sido pro reo, es decir, pro España. El partido de Santiago Abascal tiene claros esos errores, pero también sabe que la defensa de la Constitución de 1978 — no los golpes de pecho ni los rasgones de vestiduras de los fariseos constitucionales cada 6 de diciembre—, es, hoy, la primera muralla que defiende Minas Tirith hasta que llegue la caballería de Rohan. Para un análisis más detallado, lean a Tolkien, que aquí, como Wolfe, también sirve como alegoría.