Durante los últimos años hemos visto a todo tipo de gente cancelada, es decir, apartada sin remedio de la vida pública e incluso del desempeño de su profesión, por razones variopintas que tienen que ver con su pasado. En algunos casos que pudieran parecer benignos, lo han sido por sus comportamientos sexuales. En otros, por practicar su libertad de pensamiento y de expresión frente al estúpido consenso woke. Esta cultura de la cancelación que ha enviado a cientos de personas, escritores, artistas, políticos, profesores universitarios, historiadores, clérigos, periodistas… al irremediable ostracismo, cabalga una contradicción absoluta, como es la de que ni siquiera le roza a las personas que en el pasado, incluso reciente, han usado la violencia criminal como herramienta política. En román paladino: no ha habido terrorista de izquierdas que haya sido cancelado, da igual los crímenes pavorosos que haya podido cometer.
Que esa cultura de la cancelación condene al silencio, por ejemplo, a un profesor universitario que en el pasado haya incomodado a una ayudante del departamento con su comportamiento inapropiado y no haga lo mismo con un terrorista que, también por ejemplo, haya jugado a la ruleta rusa con la sien de un secuestrado, evidencia el carácter político, y no social, es decir, nacido de una intención y no de una necesidad, de este movimiento que de vez en cuando se mete un tiro en el pie y tiene que recurrir a otros métodos para cancelar de manera definitiva al cancelado. Véase el suicidado Jeffrey Epstein.
Si en todos estos años de cultura de la cancelación tuviéramos que poner un ejemplo perfecto de todo lo que está mal en este mundo bipolar, sería sin duda la presencia de Gustavo Petro como candidato a la Presidencia de Colombia. Este terrorista del M-19, una banda de asesinos de ultraizquierda que tiene un historial de más de 5.900 crímenes, fue confirmado ayer, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales colombianas, como aspirante a ocupar el Palacio de Nariño. Delirante.
Gustavo Petro fue —es, que un terrorista, como un violador, jamás deja de serlo— militante de esa guerrilla durante al menos 15 años, en un tiempo en el que el M-19 protagonizó matanzas como la toma del Palacio de Justicia en 1985 en la que murieron más de 100 personas y que jamás ha sido aclarada. Que la ley colombiana prohíba a un delincuente común ser elegible como candidato y se lo permita a un condenado por crímenes políticos como Petro, es una de esas pruebas de debilidad del Estado de Derecho de las naciones de la Iberosfera, incluida España, frente a la presencia del Socialismo del siglo XXI protegido y financiado por el castrochavismo.
Frente a la desmemoria de los crímenes de la izquierda, debemos exigir rigor histórico y la consolidación de un consenso entre todas las fuerzas democráticas —las de verdad— para impedir que un miembro de una guerrilla comunista colombiana cualquiera,, culpables entre todas las que ha habido y hay de nueve millones largos de crímenes —asesinatos, violaciones, secuestros, extorsiones, saqueos, exilios y un largo etcétera— durante más de medio siglo, alcance la Jefatura de una nación.
A falta de los recursos legales necesarios debido a las cláusulas abusivas de los procesos de paz a cualquier precio y desmemoria selectiva, la reacción debe ser social. El próximo 19 de junio, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales colombianas, un criminal como Gustavo Petro, marioneta del Foro de Sao Paulo y del Grupo de Puebla, debe ser cancelado con la fuerza de los votos de todos los colombianos de bien en favor de Rodolfo Hernández, el otro contendiente salido de la primera vuelta electoral.
El 19 de junio, los colombianos tienen una oportunidad única para demostrar al mundo que Colombia, la joya de la Corona, no se rinde a la desmemoria selectiva que plantea la izquierda y no entregará la Presidencia de la nación a un terrorista que hace tiempo que debería haber sido cancelado.