Nada hay de malo o perverso en la ley aprobada en Hungría por un mayoría no simple, sino reforzada (157 de 199) de parlamentarios húngaros sobre protección de los derechos de la infancia y de persecución de los delitos sexuales contra los niños. La ley refuerza el castigo penal de uno de los delitos más odiosos como es el de la pederastia para el que no cabe aquella compasión con el delincuente que nos pidió Concepción Arenal. Además, la ley húngara saca fuera del ámbito educativo la promoción activa de la homosexualidad en perfecta consonancia, no sólo con los derechos de los padres a elegir la educación de sus hijos, sino con todos los convenios internacionales sobre protección de los derechos del niño a la libertad de pensamiento y a la libertad de conciencia. Dos libertades esenciales en la formación de una sociedad que se dice democrática.
No debemos cansarnos de repetir que el colegio no debe ser un lugar de adoctrinamiento ideológico, sino un centro de formación de personas preparadas, responsables y críticas que aporten valor a la sociedad en la que viven y sean respetuosas, pero no sumisas, con otras culturas. Elevar la promoción —no el conocimiento, sino la propaganda— de la ideología LGBT a un derecho fundamental, como pretenden hacer los burócratas europeos para borrar toda forma de resistencia a la imposición exterior de una ideología totalitaria que no permite el pensamiento crítico, es una aberración. Que nadie se engañe, al menos nadie que pretenda mantener la objetividad. No es la manera libérrima de vivir la sexualidad de cada uno lo que los lobbies globalistas LGBT promocionan, sino la desconstrucción de la familia y la destrucción de la universalidad y la permanencia de la condición humana en beneficio del nihilismo y del hombre-masa.
Las declaraciones del primer ministro holandés, Mark Rutte, en las que asegura que «Hungría ya no tiene cabida en la Unión Europea» y en las que afirma su «vergüenza» al sentarse con el resistente primer ministro húngaro, Viktor Orbán, sólo pueden ser calificadas como una intromisión ilegítima de un burócrata sin escrúpulos que colabora de manera activa en la destrucción de la identidad europea —Occidental y Cristiana— y que invoca, para ello, la tiranía de unos valores seudodemocráticos contra los que Hungría y cualquier ciudadano europeo tienen el legítimo derecho de rebelarse.
Mañana, si la legislación nos lo permite, hablaremos de la decisión mayoritaria del Parlamento Europeo de considerar el aborto como ‘un derecho humano’ y su denegación, ‘un acto de violencia de género’. Insistimos: mañana. Hoy preferimos contar hasta diez y respirar hondo.