Con el Código Penal en la mano, poco se ha reflexionado en España sobre qué es más perjudicial para la sociedad, si un político inepto o un político corrupto. A falta de esa reflexión más profunda, lo que sí sabemos es que los mismos españoles que hoy deploran la corrupción económica y los mismos partidos ‘de Gobierno’ que se rasgan las vestiduras ante los casos de corrupción, son los mismos que siguen votando a los incompetentes que presentan esos mismos partidos en sus listas cerradas sin entender que la impunidad de los ineptos también es corrupción.
Si hasta ahora la prueba de esta corrupción era la propia pervivencia del PSOE como partido de Gobierno después de generar millones de parados en todas sus etapas al frente del Ejecutivo, este ejemplo ha quedado pequeño en comparación a lo que representa para la democracia española el caso de Salvador Illa.
El ministro de Sanidad cesa en su cargo para ser el cabeza de lista de los socialistas en una región como Cataluña, se marcha de su puesto al frente de la sanidad española con un balance de mentiras, falta de previsión y gestión ideologizada que ha colaborado necesariamente para la muerte de cerca de 85.000 españoles, por no hablar de la ruina de cientos de miles de pequeños empresarios y de un estado de desconfianza general en la sociedad española que costará décadas remontar.
Que Illa se marche de su puesto es una buena noticia. Que lo haga para liderar el socialismo en una región que malvive en una crisis social sin precedentes, es una mala noticia. Que lo haga sin rendir cuentas de su gestión es una mancha indeleble para el sistema democrático español. Con el Parlamento bloqueado por la mayoría socialcomunista y secesionista, y con la Fiscalía General del Estado bloqueando con desvergüenza querellas y demandas contra el Gobierno, Salvador Illa termina su funesto paso por el Ministerio de Sanidad sin tener que explicar ante nadie su terrible gestión, ni por lo político, ni por lo criminal.
Este acto de bloqueo de la posibilidad de que un incompetente —cuanto menos— rinda cuentas ante la sede de la soberanía nacional y ante los tribunales, es un acto despótico, propio de dictaduras corruptas y no de un Estado social y democrático de Derecho.
La única esperanza que queda es que no lo olvidemos.