«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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EDITORIAL
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22 de noviembre de 2022

La verdad sobre Hebe de Bonafini

La líder de las Madres de la Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, en una imagen de 2015

Desde que se conoció el fallecimiento a los 93 años de la líder de las Madres de la Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, hemos asistido al fascinante proceso de construcción de un mito a partir de un relato fantástico que mezcla ciertas verdades con algunas ficciones y mucho, muchísimo, olvido. Así es como trabaja la izquierda desde que descubrió el arte —requiere pericia y trabajo duro— de falsificar la Historia.

La verdad es que la dictadura militar que quiso «reorganizar» Argentina entre 1976 y 1983 y que ideó un plan sistemático de terrorismo de Estado para restablecer el orden frente a la violencia subversiva de grupos de la izquierda peronista, secuestró, mató e hizo desaparecer, y quién sabe qué otros horrores, a dos de los hijos de Hebe de Bonafini y a su nuera. Sólo podemos imaginar el dolor de una madre, de todas aquellas madres que marchaban cada jueves en círculo, expuestas e indefensas, por una plaza de Buenos Aires para reclamar a sus hijos.

Otra verdad es que aquella dictadura desquiciada secuestró, torturó, mató y arrojó a un río a la fundadora de las madres, Azucena Villaflor. A partir de aquel asesinato vil, y esta es la última verdad, todas aquellas madres, con Hebe de Bonafini al frente, fueron heroínas. Porque héroe sólo es aquel que afronta una misión con desprecio de su propia vida. Hebe de Bonafini lo fue mientras duró la dictadura. Después, in crescendo, se fue convirtiendo en todo aquello contra lo que una vez peleó.

Ella misma se lo contó al periodista Jesús Quintero, que en paz descanse. En una entrevista con el loco, Bonafini aseguró que «el agujero que deja la desaparición de un hijo, deja un vacío que hay que llenar». Ella dijo que lo llenó «de amor al pueblo», pero no es cierto. Lo llenó de amor a Fidel Castro, de amor a la violencia revolucionaria y de amor bien pagado y corrupto —imputado, pero nunca juzgado— al kirchnerismo. Los huecos que le quedaban aquí y allá los llenó de exaltación del indigenismo, de odio a la Justicia independiente, a las leyes justas, a la democracia liberal, a las elecciones libres y al pueblo que no votaba lo que ella.

En su desvarío obcecado y hostil, Bonafini celebró el atentado del 11-S, abrazó la causa de los narcoterroristas de las FARC, se inventó que los etarras eran presos de conciencia, pidió que se probara un pistola de descargas eléctricas sobre la hija pequeña del presidente Macri y entre corruptelas del estilo de las de su idolatrado Néstor Kirchner y un antisemitismo rancio, reclamó cualquier método violento para desalojar a la derecha del poder.

La pregunta es difícil, pero obligada: ¿qué diferenció el odio de Bonafini del odio del jefe de la Armada, el almirante Armando Lambruschini, que tuvo que recoger los restos despedazados de su hija de 15 años, asesinada con 25 kilogramos de nitroglicerina por los montoneros peronistas? No tenemos la respuesta, pero la justicia de la pregunta destroza el mito de la defensora incansable de los derechos humanos con el que los hagiógrafos de Bonafini han titulado en su muerte. Por lo menos, ninguno de ellos ha resaltado eso que se dice siempre de un izquierdista en su obituario, aquello de su compromiso con la democracia. Hubiera sido una burla cruel.

En fin. Hebe de Bonafini, ese icono, ha muerto. Descanse en paz. Ojalá con su último aliento se haya llevado de este mundo sólo el amor por sus hijos y haya abandonado su insano y terco odio que desde 1985 no le hizo ningún favor a nadie en la Argentina, sólo a los K.

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